viernes, 25 de diciembre de 2015

Taller

Hizo de su vida un taller de encuadernación.

Cortando de la noche hojas en blanco que cubría de pestañas y luego barnizaba. Las cosía con un cordel de algodón, con tres puntadas distintas, por pura superstición. Izquierda y derecha, luego arriba, siguiente. Añadía pero quitaba; las horas eran manantial, el devenir, interminable. Siempre un punto más. Más hilo. La mirada perdida, con los ojos suturados entre las páginas.

Libros vacíos. Muerte. Descoser para coser al final. Quitar para poner. Movimiento perpetuo. Nada que no pudiera explicarse con un par de palabras.

Aunque el Lenguaje completo necesitaba un reajuste de calibración.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Génesis

Decidieron quedarse ahí, donde ya no había nada. 
 
Una tarde, las hojas cayeron. Vieron su sombra tambalearse, en un hilo de agua. Temieron a las flores y despertaron. Congelados.
 
Despertaron y el bosque era sintético; los sueños, estériles. El estanque, de plástico.
 
Se encontraron a sí mismos muertos, disecados. De los agujeros, se escapaba el aserrín. Creyeron que el pasado era el ahora y miraron hacia arriba, pero el cielo estaba ciego; ya no ardían otros soles. Tampoco su interior.
 
Perdieron la tierra y la luz. Los pájaros e insectos se ahogaron en la noche de alquitrán. Llovieron plumas.
Los recuerdos eran prestados, pero no escucharon. Mintieron. Callaron. 
 
El presente lo era todo: el océano perpetuo. Pero la Voz se apagó y en el horizonte, el futuro escapaba hacia la Nada.
 
El invierno floreció,
                                                                                          pero sin ellos.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Tristeza Terminal

Tristeza terminal, punto y aparte. 
Un cúmulo de sombras consecutivas; calor ciego de la roca que se hunde. 
Y el pantano. El fuego. Punto y seguido. Son siempre lo mismo: personajes clonados que repiten sus diálogos en escenas distintas, 
apenas pequeños retoques en el vestuario. 
Sudor. Gotas de agua cayendo bajo las luces. 
Maquillaje, peinado, alguien grita. 
Nosotros seguimos, caemos, morimos. Apuñalados. 
La ropa hecha girones, al final de jornada. 
Soldados hechos Ira en la selva de las palabras. Punto y coma. Piernas heridas, un ojo tuerto. 
Que limpien el set.
Telón cerrándose en medio del rumor de las polillas 

que nos miran, sentadas en las butacas. 
"Son actores: Hacen teatro", y el rumor nos cae encima; las voces de polvo.
Maquillaje Peinado Ira Limpien el Set Polvo Oscuridad. 
Palabras reales, personas heridas muertes gotas puntos comas que desaparecen con la noche, atrapadas en los pasos de las hormigas
llevandose el pan. Lo siembran en todo el mundo y árboles de hormigas crecen en los párpados
de los actores dormidos.

Soñamos con un cielo de cera
en un Teatro que no existe. Pero las llamas sí, las escuchamos. El fuego, sí.
El silencio  choca contra el piso. Murmullos, cristales que se quiebran. Y seguimos viviendo, frente a la audiencia fantasma: más muertos y reales que nunca.

Las polillas ríen y nos aplauden. 
"Nada de esto está, ni estamos" te digo y mi boca se cierra.
Estática. Altavoz. Tristeza Terminal.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Julia

A juzgar por el olor y la densidad del aire, por los cambios repentinos en el patrón de fuerzas "en reposo", adivino que voy en un vagón.
Conmigo viajan más personas, pero yo pienso en el cáncer; en la forma en que las células se reproducen en algún retorcimiento de la fórmula logística.
Pienso en la apariencia de mi rostro y en la ansiedad, en el diálogo que sostienen las dos chicas a unos metros de distancia, sobre un tipazo súper amable y súper partido, cuyo defecto principal es "estar ocupado" por otra mujer.
 De nuevo en el cáncer. En el Fractal de Newton. En estructuras pequeñas, pequeñas, infinitas, diferenciadas con colores que se repiten, unas sobre ellas; como un pájaro que aterriza sin tocar nunca la tierra, muerto hace tiempo de agotamiento.

Pienso en la capa de silencio que flota sobre el ruido, como sebo.

¡Estamos todos tan aislados!

Y algo crece: el  deseo de sentarme en silencio con las piernas cruzadas junto a una hoja en blanco sin promesas. Quiero sacar las Cartas, y que el pasado, presente y futuro sean la cara del mismo destino que aviento en el Tarot.

Pero se quema El Sol. Se queman todos los Arcanos.
El conjunto de Julia.
El afecto.
Crece en mí el cáncer.

La esperanza se borra con las llamas como el celuloide, montado aún en un proyector: manchas de fuego, corte abrupto. La cara y los ojos de la protagonista desaparecen detrás de la luz.

Después de N interaciones, Newton-Raphson no encontró ninguna raíz para el polinomio...



domingo, 26 de julio de 2015

El salón de muñecas.

Nos encontramos por casualidad: sin emotividades.

Yo caminaba con cierto descuido por la acera de la Avenida Principal cuando escuché mi nombre en una voz conocida. Me detuve, mirando con torpeza a mi alrededor. Él estaba sentado a unos metros, en la mesa de un cafesito modesto. Solo, con su camisa de franela a cuadros rojos, sacudía las cenizas del cigarro en el interior de una taza. Imaginé el interior: líquido, frío, oscuro; mezcla de abandono,  y cafeína, de tabaco consumido. Me acerqué más sorprendido que agradado. Creo que pregunté ¿qué haces aquí?. Él sólo se encogió de hombros y levantó de uno de los asientos una boina, como invitación.

Hablamos un rato de nada. De su libro. De cuánto odiaba los narradores impersonales y sus estrategias para esconderse detrás de los personajes. Confesó unas cuantas inseguridades, en tono coloquial; su desconfianza en las preposiciones y el abuso inconsciente de los posesivos. Siempre con la mirada distante, ahogando los ojos color cobre en el brebaje de la taza que mantenía lejos de sí y que removía con la cucharilla periódicamente, rescatando de la nada una colilla y colocándola en un plato.
Le conté de cómo me había titulado al fin de la licenciatura, del empleo que conseguí: monótono, poco estimulante, cuyo único atractivo era la paga.
De pronto me encontré hablando de mi novia, del departamento de losetas azules que alquilamos y del perico de la vecina. Le conté del ratón que encontré muerto debajo de la cama. De la fiebre. De cómo ella se había ido después de eso y de cómo desaparecieron una por una las cosas que dejó detrás. Antes de darme cuenta,  devolvía las colillas que él sacaba a la taza con mi cucharilla, como si fueran peces vivos ahogándose en una playa de porcelana.

--- Es como si volviera por las noches -- le decía --  mientras duermo para llevara sus libros, sus aretes: uno a uno. Si tropiezo por accidente con un par, lo encuentro incompleto, como si siempre hubiera hecho falta uno. Siempre hace falta algo.

Mi amigo calló y yo hice lo mismo. Ninguno de los dos dejó la cucharita.
Entonces, él bajó la suya y puso ambos puños sobre la mesa. Me miró fijo, con una expresión rara en el rostro. Sus ojos me parecieron más metálicos que nunca.
--- Hace poco vi a Ina C.- hizo una pausa pero yo estaba demasiado sorprendido.- Estuvo en mi casa.
--- Nunca me imaginé que supiera tu dirección.
--- No estoy seguro de cómo la consiguió, pero eso no es lo que me dejó confundido. Fue la forma ¿me entiendes?, la forma en que se presentó. Escucha, Zaid, todo esto es demasiado extraño. Ser encontrado por ella, luego encontrarte a ti. Empiezo a creer que Ina tiene razón y algo sobrenatural empieza a hacer de nosotros su sombra.

>> Los martes me gusta mirar a oscuras la televisión. Ya sabes. Los martes. En ése en particular, llovió demasiado y cayeron gotas de las hojas de los árboles durante horas.

>> Alguien llamó a la puerta usando la chicharra original y me pegó un susto de muerte. Todos saben que odio los timbres; por eso instalé aquella campanita ridícula. Como sea, alguien había llamado a la puerta y yo me apresuré a atender. Por la mirilla distiguí una figura menuda, de cabello lacio y negro escurriendo por la cara. No pude distinguir a Ina hasta que abrí.

>> Estaba empapada y tiritaba. Le tomó minutos completos levantar la vista, fija en el piso. Seguramente corrió horas bajo la lluvia y no quise parecer grosero haciendo preguntas en el frío.
La tomé del brazo y la hice pasar hasta la sala, donde la senté en el sofá. Era como su me mirara desde lejos. Con la toalla más limpia que pude encontrar, le sequé el cabello y el agua que todavía resbalaba por sus hombros desnudos. Accedió de buena gana a ponerse una de mis viejas piyamas de escolar. Coloqué entre sus manos una taza caliente de café y me llamó la atención un anillo plateado, demasiado brillante, con florecitas de cristal cortado que se entrelazaban en su dedo.
--- Conozco el anillo.- lo interrumpí.- nunca le pregunté, pero sospeché desde siempre que se lo había regalado A.
--- No creo que A. se lo haya comprado, pero sí que Ina lo hubiese comprado y sólo lo usara cuando A. estaba presente.
--- Eso es absurdo.
--- No, no lo es. Conociendo a Ina, debió ser algo totémico. Una especie de amuleto.
--- Ella odiaba la bisutería.
--- Precisamente. Por eso creí que el anillo sería importante en su historia desde que lo vi.

>> Después de horas de silencio, cuando las bombillas de la calle comenzaron a encenderse, Ina confesó haber recibido una llamada de A., citándola en el lugar de su vieja oficina. Aunque llevaban mucho tiempo sin saber nada el uno del otro, ella decidió no desconfiar y aceptó el encuentro. Con  reservas,  en el fondo emocionada y hasta algo complacida, llegó antes de la hora convenida. A. no estaba el punto de reunión.

--- No me sorprende.
--- No, Zaid. Espera. Al principio, Ina creyó que se había retrasado o que había llegado demasiado temprano, pero era así. Después de una hora y media, decidió entrar por su cuenta a la oficina y es aquí donde las cosas dejan de tener sentido.

>> Ina conocía el edificio bien, había estado allí miles de veces, pero esta vez estaba irreconocible. Según ella, era como si las paredes, el piso, incluso la luz, hubieran cambiado de color y los techos se hubieran reducido. Los ecos regulares habían cambiado también; el sonido parecía húmedo y las palabras cortas. Caminó más de la cuenta por el pasillo solitario hasta la puerta de la oficina de A.. Trató de mirar por la ventanita de cristal, aunque no la alcanzó ni de puntillas. Entró y lo que vio la dejó perpleja. Efectivamente, A. estaba ahí dentro como si se hubiera olvidado de Ina y del exterior, pero la oficina había dejado de serlo. Ahora parecía un amplio salón de clases con butacas de paleta para zurdos. En ellas, como eperando su turno, había otras mujeres que describió como "modelos"; ya sabes, esas mujeres altas de miembros demasiado delgados y caras lánguidas de las que nos burlábamos en la universidad.

>> Ina se sintió incómoda al no poder distinguir una de otra, pese a que había unas 80 personas ahí. Era como si todas llevaran el mismo cabello, o los mismos ojos prestados.
Cuando distinguió a A. en el fondo, trató de aproximarse a él, cortando la mirada inquisitiva de las mujeres: todas estaban en ropa interior, todas de color blanco.
Se sentó en un lugar vacío frente a él. Éste la saludó con una sonrisa y un ligero movimiento de cabeza para luego pareció concentrarse en algo al frente del salón: Cada mujer era llamada por orden y examinada frente al resto por un sujeto sentado en un escritorio.

>> Entonces Ina notó algo horrible: las cicatrices. Todas esas mujeres tenían terribles cicatrices en los muslos, en los brazos; Algunas en la cara. Eran marcas grandes y profundas, de color rojizo, como si alguien hubiera extraído grandes cantidades de carne y músculo por debajo de la piel.  El conjunto de esos miembros delgados, de la piel casi pegada a los huesos, de la homogeneidad y  las heridas vestigiales hechas, exhibidas con tanta violencia, la aterrorizó. Mientras tanto, A. lo contemplaba todo como si tomara una clase en la facultad. Ina se volvió hacia atrás sólo para encontrar la mirada de A. perdida allá, en el frente. Sintió tanto pánico que abandonó el salón, corrió por el pasillo y se adentró en la lluvia que caía sobre la calle. No se detuvo hasta que estuvo frente a mi puerta que, créeme, queda lejísimos de ahí.

--- ¿Hace cuánto pasó esto?.- pregunté. Entonces ya estaba bastante confundido.
--- Hace como dos semanas.
--- ¿Tratas de decirme que este tipo la llamó y para observarlo escudriñar a otras mujeres?
--- No. Ina dice que lo que más le aterró fue su mirada.
--- ¿Del tipo "examen ginecológico" o "evaluación de un buen automóvil"?
--- No. Dice que era completamente pasiva. Sin ninguna pizca de emotividad. Como si A. llevase  ahí todo el tiempo del mundo y estuviera completamente cómodo con la situación, o peor: le diera completamente lo mismo, pero sin llegar a aburrirse.

>> Le dije a Ina que podía quedarse a dormir en el sillón y cerca de las 3 am la dejé para irme a la cama. A la mañana siguiente, ya no estaba ahí. Se había ido y se había llevado la piyama, aunque la toalla mojada seguía sobre el sofá.

Comenzaba a sentirme fuera de mí mismo, escuchando esta conversación desde una tercera persona:  como si yo fuera uno de sus narradores impersonales. Pensaba en Ina y sus dedos diminutos. Pensaba en el anillo. Pensaba en si era creíble o no la historia que acababa de escuchar. Ella se había esfumado de tal forma de mi vida que cualquier espejismo de su existencia me ayudaba a concluir que no estaba loco. Que Ina existía.
Y que desgraciadamente, también A.


sábado, 11 de julio de 2015

La Máquina

A.;
      procuraré dejar esta nota en un sitio accesible; en un entrepaño del librero con la altura adecuada, en medio de las páginas del libro que comenzarás a leer. Cuando eso suceda probablemente ya estemos muy lejos, a distancias irreconciliables. No sé si para entonces me siga creyendo que tú, que este mensaje, son reales. Que yo soy real.

    Quiero dejarte esta nota porque necesito que sepas, que estés prevenido: anda por ahí un impostor.
    Esa tarde terminamos La Máquina. Como proyecto no me entusiasmó demasiado, pero el resto de los muchachos parecían estar a gusto con ella y preferí guardar silencio. Cuando Johnatan la conectó a la electricidad, pensé en soltarla de inmediato porque temí que las hélices expuestas mutiliran alguno de mis dedos. «Oye, John» dije «tengan cuidado con esto, es peligroso» pero apenas se inmutaron, él y los demás. Una vez puesta sobre el suelo, La Máquina andaba a la perfección y estaba lista para ser exhibida en el concurso. Aunque no estaba completamente terminada, asomando cables y cinta de aislar, más como un ready-made que un proyecto de feria científica, sentí alivio, faltaban apenas 4 horas para la presentación y contábamos con el tiempo justo para llegar. Miré con nostalgia hacia tu cubículo, en el segundo de piso del edificio principal, al final de aquél largo corredor, pero no estaba convencido de ir a buscarte, no sabía  si aquella pelea que recordaba era real o uno de los muchos sueños que me traicionaban estando consciente. Como fuera, el transporte aún no llegaba y no era algo que tomase más de unos minutos irte a saludar.

Reuní valor y subí las escaleras. Desde tu piso miré a mis amigos, haciendo corro al rededor del chunche quejumbroso y sentí algo de exitación al acercarme a tu puerta. A cinco pasos me pareció escuchar tu voz, mezclada con otra, femenina, pero al atravesar el umbral constaté que estabas solo, frente a tu monitor, al final de una larga hilera de sillas de plástico y computadoras vacías. Cuando me acerqué sonreíste con cortesía, casi sin apartar la vista de tu trabajo. La sonrisa idiota se me cayó de la cara pero no pareciste darte cuenta. Me aproximé más y te conté sobre La Máquina. Te pusiste de pie para abrazarme con prisa, sin cerrar esos ojos llenos y tranquilos. La distribución de tu peso era diferente, más compacta. Te encorvabas menos para apoyar la barbilla sobre mi hombro, como si hubieras estado a mi altura toda la vida. Casi al momento, te apartaste: Un hola y un adiós, un felicidades que, aunque me entristecían, sobreentendí bastante bien.

Me despediste con un ligero ademán de cabeza y una sonrisa de amabilidad impersonal, la misma que le dedicas a todo el género humano como gesto de filantropía. Yo no supe qué decir. Sólo abrí grandes los ojos, creo y llevé conmigo a la salida una profunda sensación de fracaso. Volví a donde estaban Johnatan y los demás, pero no los encontré. Tras un par de miradas a mis alrededores y otras tantas llamadas, inútiles y neuróticas, entendí que se habían marchado sin mí. Volví y me senté en las escaleras, pensando en nada concreto. Sin querer, volví a pensar en ti. En tu abrazo de hielo, en tus ojos tranquilos y esa amabilidad inexpresiva llena de palabras cordiales, utilizadas con un coloquialismo abrumador.

No entendí cómo pude ser tan idiota: ése no eras tú, no eran tu cara, ni tu complexión, ni tu voz. Acaso y vagamente tu cabello. Subí furioso y encontré al impostor orinando en el sanitario. Dándole a penas tiempo de terminar, lo cosí a preguntas, dejando caer sobre él toda mi ira y mi desesperación. Lo percibí pequeño entonces, casi atemorizado, pero aún amable. Le exigí que me acompañara afuera, estaba dispuesto a pelear, si era necesario, pero se rehusó a abandonar su muralla de fría civilidad. Primero fingió no comprender lo que sucedía y aseguró tratarse de ti, de A., pero no le creí: Esa sonrisa de dientes pequeños y profundos no me decía nada.

Hubo un cambio feroz: me tomó de los brazos y, acercando su rostro demasiado al mío, sin gritar (cosa que yo había hecho desde el principio), me dijo: «No me culpes de algo de lo cual no soy responsable. No me haré cargo de esto». Después se dio la vuelta y se alejó, sin mirar atrás. Me quedé estupefacto, mi enojo y mi seguridad se habían desvanecido mientras aquél muchacho parecía más pequeño, más moreno, más joven... pero el odio llegó en oleadas calientes, cada vez más intenso y lo seguí. Entré de nuevo en el que era tu cubículo, ahora habitado por el impostor. Dentro, como si nada hubiera ocurrido, éste conversaba con cierta coquetería con una chica llenita, de piel muy blanca y abundante cabello rizado que me miró con sorpresa y recelo por la forma en que irrumpí en el interior.

No tuve tiempo de ocuparme de ellos, porque me pareció distinguir una silueta encogida, cerca de unos triques arrimados en cajas a la ventana. Las cortinas de gasa eran mecidas por el viento. Alguien estaba allí sentado, con las rodillas abrazadas. Una sudadera negra cubría por completo su rostro y su cabeza, dejando escapar unos mechones largos y ondulados de cabello castaño. Caí de rodillas a su lado y comencé a frotar su espalda, que me pareció enorme y conocida. Puse mi mano en su hombro, cálidamente familiar. Pensé que te había encontrado al fin. Imaginé que te habían hecho algo terrible y quise calmarte en un susurro, con lágrimas.

Le dije: «Estoy aquí. Ya estoy aquí. Volví por ti. Vámonos. Levántate conmigo.» Pero aquello no respondía. Seguía duro e indiferente a mi contacto. Entonces tuve miedo y quise apartar la sudadera para acomodar su cabello, pero debajo de ella había una prenda distinta. Me pareció muy extraño y tiré nuevamente de ella. Otra prenda más, esta vez una que reconocí mía. «Imposible», me dije, quitándola de enmedio, pero más y más tela se interponía, sin importar mi esfuerzo y mi desesperación. Era un cubrir interminable, una máscara infinita puesta en algo que no debería tener rostro alguno. Entonces oí una risa profunda, emanada directamente del centro de la Tierra que resonaba con pisadas graves en mi estómago.

Aquello comenzó a incorporarse, dejando caer al piso una cantidad imposible de prendas y cortinas. Tuve terror de mirar su rostro, tuve temor de todo ello y me alejé de él a trompicones, dispuesto a correr lo más lejos posible de allí. Pero el primer impostor me tomó desprevenido, en medio de la huida y me sujetó, esta vez con una fuerza sobrehumana y una sonrisa que no me pareció amable. Con un sólo brazo volvió inútiles los esfuerzos de mi torso por liberarse, mientras que con la mano libre sujetaba mi cara para hacerla volver y mirar lo que sea que se aproximaba a mí: negro e incompleto, lleno de ese olor que reconozco como tuyo.

Tuve miedo. Tuve rabia. Tuve tristeza. Sentí un odio y asco prehistóricos, de origen monótono y oscuro, que me daban naúseas. Tuve una ira terrible hacia mí mismo y un terror atroz por aquello que  se aproximaba. Luchaba por mantener los ojos cerrados: no quería mirarlo.

Debió ser suficiente porque algo consiguió hacerme libre, no sé qué fue. Cuando supe, estaba muy lejos del edificio principal, caminando a grandes zancadas rumbo a casa, mirando frenéticamente sobre mi espalda.
    Justo ahora, empaco y escribo esta nota.

    A., donde quiera que estés, vuelve pronto, pero no a ese sitio. O hazlo con mucho cuidado porque encontré, en tu escritorio, a un impostor y con él está... está...
algo que... no puedes ser tú.
No puedes ser tú.
Sólo no puedes ser tú.

Se disculpa:
Z.

lunes, 6 de julio de 2015

El Muro

La noche anterior hizo frío.
A. se había levantado de su escritorio con una parsimonia casi hipnótica, para no permitir que los escalofríos se apoderaran de su cuerpo. Había reptado despacio hasta la cama y, quitándose los zapatos, se introdujo como un gusarapo vestido. Tiritó.  Sentía un dolor cansado en la cintura, como si la cadera fuera a despegársele; entraba por la ventana una oscuridad imperfecta, con luces parásitas de  postes y  vecinos. A. se revolvió y le dio la espalda. El frío seguía ahí, encogido con él, y lamentó para sus adentros otra noche más de insomnio. Pero el sueño lo alcanzó, en oleadas, dejando sobre la arena un rastro de escenas inentendibles; supultándolo hasta quedarse dormido en el agua helada.

Abrío los ojos. Tenía la nariz tapada y el cuello más adolorido que nunca. Asombrado notó que no cambió de posición durante el número pequeño e impar de horas que estaba convencido haber dormido. Giró despacio, primero las piernas, luego el tórax, finalmente la cabeza y entonces lo vio: haciendo sombra, del otro lado de la ventana, estaba El Muro.

Salió de la cama desorientado y se aproximó, sabiendo que no era estúpido lo suficiente como para confudir el sueño con la vigilia. Abrió la ventana, que era corrediza, recibiendo en la cara una corriente, un viento veloz que parecía circular paralelo a la mole de concreto que había sumergido su habitación en la penumbra.

El muro crecía desde la calle, cuatro pisos más abajo, y culminaba a un metro por encima de su cabeza, de modo que aún distinguía el cielo de la mañana. Estaba tan cerca que, extendiendo la mano, pudo comprobar que era frío y muerto al tacto; hecho de bloques rugosos, con una pesada mezcla gris entre las juntas. A. reconoció con asombro que la parte de arriba del muro exhibía muestras tempranas del deterioro característico de la humedad y el sol:  algunas lenguas de moho  caían hacia la tierra y la mezcla de las uniones abría zurcos por los cuales cabría un dedo, de vez en vez... como si llevara bastante tiempo, quizá años, ahí.

Con la ropa del día anterior, A. salió con prisa hacia la calle, cubriéndose con una chaqueta ligera y calzado de pantuflas. Abajo parecía mucho más imponente, casi tiránico. Partía la acera por la mitad y se prolongaba, invadiendo la avenida. Incluso irrumpía entre edificios como un inmenso parásito: se apoderaba despacio de la ciudad. Comenzó a sentir algo en el estómago, angustia quizá. Miró hacia delante, hacia atrás, pero el muro sólo continuaba, indiferente, con ese aire sobrenatural que lo recorría como si tratase de rodearlo. A. palideció. "¡Hey!" gritó, pero su voz chocó contra el concreto y volvió a él, ahogada. Miró a su alrededor, con la expresión descompuesta, pero estaba solo; no había personas, no había autos circulando. No había caos. Se frotó el rostro con las manos frías y comprendió que lo que fuera que hubiera pasado la noche anterior, lo había separado del mundo.
Lo había aislado para siempre.

viernes, 22 de mayo de 2015

Un animal frío

Viene a mí un animal frío, con el día muerto y gris entre los dientes. Viene a mí, con su cuerpo cuadrúpedo, con la espalda tensa y la cabeza hundida entre los hombros. Viene a mí. Y no me mira. Estoy y no estoy para el animal que es frío. La lluvia cae en él y hay un cielo que se cierra cuando pisa. Me preocupa mucho el tiempo. Las gotas como péndulos; chocan y con ellas muere también el Presente. El futuro es un fantasma perdiéndose en el Olvido. Pero él camina a prisa, a pasos gigantescos. Y yo no me  muevo. El aroma a musgo de su pelo lo precede. Así, a prisa, no me alcanza. Parece que soy más rápida que él.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Recado

"  Di que la noche terminó. 
Que el sueño te tiró de cama.
Que el Monstruo se ha ido. Que el monstruo se ha ido, dándote un beso de buenas noches, rozando tu cara con su cabello.
Que el monstruo se ha ido, porque es lo que hacen los monstruos: irse cuando rompe el sol, hechos de sombra.

Di que no sabías lo que hacías.
Que los otros tienen pero no tienen razón.
Pero sobre todo, di que el monstruo se ha ido; que no sientes el peso de su cuerpo sobre tu pecho, que su olor es un fantasma inofensivo, que olvidaste sus manos. Di que nunca tuvo manos.

Dile que los monstruos no existen, como tampoco existe el agujero que hacen los pájaros en la lluvia, con su ausencia. 
Dile que la noche y la sombra, tampoco. 
Dile que nunca hubo monstruo, pero que el monstruo se ha ido; que huyó en la madrugada con sus alas de cielo y te dejó una nota mentirosa al lado de la almohada para asegurarte, de su puño, que nunca estuvo ahí; que los minutos los inventaron tú y él, pero que él ya no cuenta.

Di que no te acuerdas de sus ojos. Di que era un monstruo ciego que te perseguía tropezando en la sombra, con su propia tristeza. 
Un monstruo de ojos vacíos que te miraba dormir y soñaba contigo. 
Di que  soñaste con un monstruo y, horas más tarde, un monstruo se hizo real, en alguna parte del planeta. Que diste con él por casualidad, así como uno se encuentra en las tardes con personas.

Di que un día conociste un monstruo que supo cómo mentir.
Dile que lo escuchaste lejos, a una distancia infinita. Que su voz era un secreto llenando tu habitación. Di que tu monstruo se fue, no sin antes convencerte; "Los monstruos no existen", te dijo. Llenó tu boca con un calor sereno. Que una piedra bajo su lengua, un canto redondo y pequeño, desapareció con él, pero que no lo necesitabas.

Dile que un monstruo que conoces bien, pero que no existe, dejó un recado. Dile que te manda a repetir: "los monstruos no existen". 
Dile que esta vez no hay poema ni beso. 
Que la piedra se perdió. 
Que no te acuerdas cómo era. 
Dile que la carta va firmada con un nombre vacío, monstruoso.


Dile que la noche terminó. 
Que el sueño te tiró de la cama, que caíste sobre La Muerte, por accidente.
Que eso es lo que hacen los monstruos: dejar su muerte por ahí, con sus zapatos mal puestos. Dile que no es real. Que nunca fue real. 
Que era inevitable, pero que ya no existe. "

martes, 12 de mayo de 2015

Ezequiel S. - La Habitación

Un día rescaté de una de las pilas un objeto particular. Era colorido, de bordes suavizados y de un material parecido a la  cerámica. Su aspecto era fragmentario y su carácter, quebradizo. Era casi imposible reconstruir con la imaginación su forma original. Recordaba a una especie de vehículo tripulado por personas de grandes ojos negros mirando al infinito;  uno de ellos fijo y roto, hacia mí, adherido a la memoria de otro sujeto diminuto sujetándose del techo. El resto del la figura no estaba, aunque algo el mí que no comprendía me mantuvo buscando los pedazos faltantes como desesperado. Creía encontrar astillas rojizas,  trozos de laca blanca con la misma consistencia, pero eran tan diminutas, tan frágiles que se evaporaban de mis dedos según la desesperación. Sostuve mi hallazgo en la palma de la manob: tibio y triste, terminó de aniquilarme. Me deshice en el llanto que había reprimido desde mucho antes, incluso antes de perder la noción del tiempo en la noche perpetua de Ezequiel, marcada por la llegada de los Caminantes.
Lo coloqué en un claro vacío de la habitación, en el piso, de tal forma que pudiera verlo desde la cama.  La puerta entreabierta dejaba pasar un poco de luz artificial. Afuera, en la sala, el insomnio de mi amigo se consumía en el fuego del delirio.
Los fantasmas no habían mostrado ningún interés en mí, hasta entonces. Me permitían dormir y pensar, incluso buscar explicaciones y posibles salidas. Mientras creía escuchar que Ezequiel murmuraba algo para alguien, sin respuesta, como hacía frecuentemente, comencé a quedarme dormido. En ese estado de sopor entre el sueño y la consciencia miraba la figurita deshecha, su soledad me partía la tráquea con lágrimas de ácido o acero. Creí estar llorando, además de mi angustia, una tristeza ajena; sin despertar del todo, dejé salir de mí un gemido roto y adolorido.

Y vi de pronto una silueta perdida en la penumbra, sentada en sobre el piso, en el rincón más alejado de la cama. Apoyando la cabeza sobre el muro y los brazos en las rodillas flexionadas, sujetaba firme con la mano derecha, el antebrazo izquierdo,  girando la muñeca con los dedos extendidos y produciendo un chasquido periódico con cada vuelta.
No me sobresalté. Creía estar inconsciente y por lo tanto soñando.

Entonces, con una voz limpia y femenina, observó:
--- De toda la basura en esta habitación, tenías que encontrarte precisamente con esto.
--- ¿Cómo dices?
Ignorándome, continuó:
--- Y no es cerámica. Es barro seco.
--- Eres uno de los fantasmas de Ezequiel.- pregunté, aunque afirmativo.
--- No soporto a los tipos que lo saben todo. No guardan nada para el misterio.
--- Los fantasmas no hablan.
--- Algunos sí. Pero pierde el cuidado, no vine a hablar contigo ni a molestarte. Estoy aquí para esconderme. Y tú, para quedarte dormido.

Tenía razón. El sueño tiraba de mí hacia un pozo profundo.
--- ¿De qué te escondes?
--- De las respuestas, mejor no hagas preguntas. En este sitio, pero en otro tiempo, también es 'de noche'. Ahí hay una habitación exactamente como ésta,  con una figurita como ésa,  sólo que sin romper,  en donde duerme una sola persona: yo. O quizá no duerme. Quizá tiene insomnio o escribe sobre un papel, quién sabe. El punto es que ahora estoy aquí porque no quiere estar en 'el otro aquí'. Debe ser el karma, porque vengo huyendo precisamente de la de la figurita para encontrarme con su versión magnificada.
--- Entonces hay una salida...
--- No me consta. Otros dicen que sí. Insisto, yo estoy aquí de paso pero no vengo precisamente de afuera; más bien de un adentro todavía más "adentro" que éste. Allí tu figura aún no se ha roto.
--- ¿Cómo entraste aquí?
--- Más bien, ¿cómo entraste tú?.
--- Afuera hay un pasillo que...
--- No seas ingenuo,  claro que sé de qué pasillo hablas y cómo inició tu historia. Yo la creé. Tengo un dolor espantoso en la muñeca...

¿Qué demonios pasaba aquí dentro con las personas?, ¿es que nadie podía dar una respuesta que no fuera metafórica?.
--- Entonces dime cómo termina,por favor.  Dime cómo puedo sacar a Ezequiel de aquí...
--- No lo sé.
--- Eres un fantasma bastante antipático.
--- No lo sé. Y no soy un fantasma. Pero voy  confiarte algo: ambos queremos sacar a Ezequiel. No me gustaría descubrir que la única forma es sacrificándote.
--- ¿A mí?
--- Ezequiel es una caja fuerte donde escondí algo mío para protegerlo. No estaba seguro en ningún sitio, así que construí éste lugar, para que nada lo alcanzara... Pero yo misma olvidé cuál era la llave y ahora están ustedes dos aquí.  Sé que tú apareciste para buscarla por mí...  Pero no sé de dónde saliste con exactitud...
--- ¿Y la figura Qué tiene que ver?
--- Nada. Me pone algo triste. Y más ver que vino a parar aquí, en este estado. Es mi corazón, el que antes latía. Partido. Como está. Hasta aquí crece la tristeza.
--- ¿Si completo la figura, saldremos de aquí?
--- Déjalo así, es un cabo muerto. Además, el resto lo conserva otra persona y ella no puede entrar aquí. Algo se nos ocurrirá. Algo distinto.
--- Si sabes algo, ayúdanos.
--- ¿Qué tal un sueño para dormir? Había una vez una mujer que encontró una muñeca de trapo, azul y suave, con vida, corriendo por una estación de trenes. La tomó en brazos, era muy pequeña y cariñosa y pensó en guardarla para sí. Sin embargo, alguien más podría echar de menos la muñeca y decidió entregarla a la policía para que volviera con su verdadero dueño. Efectivamente, un hombre corpulento y cerca de los 50 la buscaba con  desesperación. Después de algunos días, la mujer leyó en el periódico que un tipo como el que había visto recién salía de la cárcel. Había conseguido animar una muñeca de trapo colocando en su cabeza una mano de niño resecada con sal: la mano de su hijo muerto. La mujer se estremeció de asco, recordando como en un abrazo furtivo sintió algo tenso y duro en el interior de la muñeca que la sujetaba como 5 falanges diminutas llenas de amor...
--- ¿Y cómo esto hará que duerma mejor?
--- Eso es lo que yo me pregunto todas las noches...

Interludio

Yo vine aquí por voluntad propia, nadie me obligó. Cuando Ezequiel S.  se esfumó; se perdió en el vacío entre la vida de los otros y el paso del tiempo, comprendí que era mi único amigo. La forma en cómo el resto simplemente se había desecho de él, como un presencia que jamás hubiese existido de manera tangible, una sombra a medio día, nimia, intrascendente, me había llegado de ira. Pero mi naturaleza es cobarde. Soy incapaz de enfrentarme con nadie, soy un miedoso. Temo a las personas de la misma forma en que a los engranes de un reloj descomunal que no cesa  de desdeñar el tiempo, de señalar las horas de comer, de dormir, de ser feliz o de estar triste. Ezequiel se salvaba del aquel  monstruo porque era inmune al llamado del metal, se permitía el ser valiente. En cambio,  yo marchaba con las manecillas humanas, echándome al hombro los segundos aplastados que otros dejaban muriendo tras de sí.  Envidiaba la forma en que mi amigo navegaba,  triste y solo, pero a salvo del molino de carne al que todos sabíamos que nos dirigíamos con seguridad y absoluta indiferencia.
Vine a buscarlo porque le echaba de menos. Vine a buscarlo porque intuía que algo no estaba bien.

viernes, 8 de mayo de 2015

Ezequiel S. IV: Los caminantes o el sueño del Pianista.

   Fueron ellos.
   Ellos lo comenzaron todo.
   Por las noches, yo hacía como que dormía y entre sueños escuchaba su andar taciturno   más allá de la habitación. 

   Te lo digo: fueron ellos. Entonces las puertas cumplían  la misión que toda puerta que se precie de serlo conoce: delimitar el "Dentro" del "Afuera" en silencio. Yo los oía arañar la duela del pasillo con unos pasos diminutos e irregulares; me los imaginaba sin rostro, sin número, como ovinos calzados con zapatos, mientras en la neblina del sueño, exhalaba un músico y un piano triste.

   A veces sólo parecía haber uno.
   A veces muchos.

   Pero el temor nunca consiguió levantarme de la cama y el piano sólo se oía, llorando.

  Me sentía seguro detrás del picaporte. El rumor de los visitantes se volvió un hábito, también el sueño del pianista que me parecía pequeño sentado frente a dos pliegos enormes y amarillos.

   Los sentía en la piel, los sentía recorrer mi apartamento moviendo objetos pequeños de lugar como si los recolocaran. Era una acción parsimoniosa que les tomaba noches enteras, hasta bien entrada la madrugada. A veces alguno tomaba un objeto que otro acababa de depositar, llevándolo consigo hacia otra parte; era una canción eterna e inútil. Todo esto lo sabía yo, sin necesidad de presenciarlo, cobijado por la penumbra de mi habitación apenas perturbada por la música del piano. Sin cerrar los ojos, veía la silueta del pianista en la oscuridad, dándome la espalda. El papel de las partituras emitía un brillo sobrenatural; con el arrullo de los caminantes producían en mí un efecto esombrecedor. Me gustaba su pelo rizado, recogido en una coleta baja. Me gustaba como apenas se movía tras de sí. Trataba de concentrarme en sus manos, pero todo el mundo sabe que en los sueños las manos son  monstruosas y no conseguía distinguir otra cosa que falanges sin órden ni número alguno; delgadas y articuladas como artrópodos mecánicos, directamente unidas a una bisagra de apariencia ósea, orgánica, que jugaba de muñeca. Veía estas manos perdidas casi por la penumbra, asombrándome de cómo el piano sonaba tan bien aunque yo no distinguía en ellas el movimiento periódico del presionar las teclas.

   Por la mañana es sol traía el mismo brillo que sus notas: amarillo y enorme y, al salir de la habitación, comprobaba que todo en mi apartamento permanecía como yo lo había dejado, pese a la intensa actividad de los caminantes. 

   No pude percatarme de que, sin bien nada me hacía falta porque todo lo mío era fiel a su lugar, a su orden sostenido por alfileres como  mariposas muertas,  aparecían cosas nuevas. Objetos pequeños: trompos, cuerdas, libros, plumas. Juguetes de madera, huevos de aves, nidos muertos. Latas de conserva, moños de niña. Pequeños objetos traidos de épocas distantes, de recuerdos necróticos, perdidos más allá de la esquina en que el pianista ejecutaba, en silencio, esperando la noche para romper el miedo con sus manos de fantastma; con su una sonata y su suspiro desnudo. 

   Es como si durante el día me hubiese quedado ciego y fuera incapaz de percibir al pasado acumulándose; cochambre y necio. Al terminar y estallar las estrellas en lo alto, el cielo se abría y yo conseguía ver más allá de los muros y las horas y los días. 
Fueron ellos. Trayendo trozos míos, de mí. Robándome pedazos todas las noches, llenaron el espacio con sus gritos sin voz, con sus manos de hielo y sus oídos. Trajeron todo esto. Robaron todo esto. Y poco a poco el llanto y el insomnio comenzaron a crecer en las paredes, comiéndose el papel tapiz. 

   La humedad creció como un árbol, formando ramas en los muros y bajo las puertas. La duela crujió como nunca. Los caminantes trabajaban en el mayor de los silencios reacomodando, contruyendo esta vez pilas, cúmulos de objetos cada vez más pequeños, cada vez más indistinguibles. 

   Finalmente las puertas dejaron de cerrarse.
   Y el día en que un ave negra, con cuatro alas, rompió el cristal de mi ventana para morir dentro, dejé de dormir.

   El pianista me miraba, con sus ojos oscuros. Esta vez con las manos perfectas, con cinco dedos hermosos y bien formados, no tocaba su música: con una calma atroz, separaba trozos de papel uno a uno y los llevaba a su boca. Según devoraba las partituras, yo  comprendía que el día no volvería, que el pájaro nunca acabaría de morir y me atormentaría con su odio y su agonia... y que el piano no había dejado nunca de sonar.



lunes, 16 de marzo de 2015

Muerto el Perro

Muerto el perro, se acabó la rabia.
Una vez muerto el perro, claro. Una vez que se halle muerto. El perro. La Rabia.
Una vez muerto. Debiera.

Pero de nuevo el perro mordiéndose la cola, a la vista de todos, con los colmillos amarillos, con los ojos amarillos y las lunas amarillas de los días.

De nuevo la Rabia, la de siempre. La de todas las noches, silbando en el oído profundo, creciendo, soñando como el cáncer, en su guarida secreta.

Crezco con la rabia. Crezco y mato al perro, todos los días, pero no hay fin; es el círculo, el eterno retorno a lo mismo: a mí misma, a la rabia, a rascar la barriga del perro que me mira, con los ojos amarillos de ternura. Y así lo estrangulo, con más de varias manos, llena de algo que borbotea.

El perro me mira morir de rabia.
Nazco y crezco en él, todos los días. Es una muerte infinita.

lunes, 9 de marzo de 2015

Las Aventuras de Ezequiel S. III

    Ezequiel S. llevaba sobre la cara una sombra oscura de varios días sin rasurar, una piyama azul con rayas blancas deslavadas y los pies descalzos. Por la textura oleosa y el desorden en su pelo adiviné  que llevaba días sin asearse. Los anteojos metálicos que antes me parecían dos peceras de cobre  estaban más torcidos que nunca y a través del cristal eran notables las lunas grises, violáceas hinchando sus ojos. Comprendí que tampoco había dormido.

    Nos miramos un rato. Me sentía estremecido, no sabía qué decir, no habría podido decir nada. Para mí era el infierno... aunque mentiría si no admitiera que en Ezequiel yo siempre vi el infierno tras de él, como si lo siguiera por dentro; creciéndole como a los árboles las ramas, y él y su alma tuvieran que librar una batalla feroz contra la maleza todos los días.

    Quien bajó los ojos primero fue él, concentrándose de nuevo en su tazón improvisado y haciendo ruido con el cuchillo de vajilla. Su nariz se enrojeció, la piel de su cara circundante se hizo más plomiza. Con pesadez, levanté mi cuerpo del suelo y coloqué la puerta en posición de cerrado lo mejor que pude; jalándola primero con fuerza, después rozándola con la yema de los dedos, sujetando con suavidad el picaporte, suplicándole con la postura del miedo y mis labios dibujando una interjección de silencio. Pero era una puerta obstinada. Una lengua de luz siempre conseguía escapar al exterior, perdiéndose en la hostilidad de aquel universo ennegrecido. Me di por vencido, con un suspiro infatil. Me invadía, como cera, una sensación de irrealidad que mantenía la piel de mi nuca erizada, pero me impedía sentir cualquier tipo de pánico. Sujetando mis cabales, me volví. Todo este tiempo inútil peleándome con una puerta inútil... había sido apenas un parpadeo, pero sentía en mi paladar como si la saliva se hubiera aglutinado por días. Ezequiel S. había dejado la taza sobre la mesilla. Sostenía aún el cuchillito, romo, inofensivo, con firmeza por el mango, sin ninguna actitud amenzante, mirando el piso. Noté que mis manos se sentían sucias; al incorporarme, la tierra en el mosaico de Ezequiel S. se había abierto camino entre mis dedos, entre las líneas de la palma. Las sacudí en un acto involuntario y di dos pasos hacia el frente. Ezequiel S. lloraba, su nariz enrojecida era una cascada transparente de mucuosidad, sus ojos se escondían. Lloraba sin hacer ruido, siempre en la misma posición de derrota; los hombros caídos, el cuello relajado, apenas estremecido por su respiración, entrecortándose. En un pequeño hipo, después de varios minutos, profirió:

--- Es la humedad. La maldita humedad. En este sitio ya nada  se cierra.



viernes, 6 de marzo de 2015

Las Aventuras de Ezequiel S. II

Permanecí en un silencio frío lo que me pareció una eternidad. 
Me sentía traicionado, pero no entendía bien por quién o hacia qué. Mi cuerpo había dejado de reconocerse; sentía mi piel mi tacto ajenos, algo en mi interior balbuceaba que si no me concentraba, que si no hacía el esfuerzo consciente de mantener mis ojos, mis brazos, mis dedos en su lugar: articulación por articulación, tejido por tejido, me desmembraría ahí mismo. Conservaba, intencionalmente, una respiración regular; el ritmo, la frecuencia de cada repetición era el único reloj confiable que poseía, aunque no entendía del todo de qué me serviría medir aquello que yo me aferraba a comprender como tiempo. En mi oído izquerdo comenzó un zumbido vago. Pensé con temor, hasta con cierta ternura en Ezequiel S., escondido varios pasos adelante, en el camuflaje de su soledad, empotrada a la piedra. Aunque las palmas de las manos me hormigueaban, no sentía miedo. La ansiedad me cerraba la garganta, pero mis cinco sentidos y yo habíamos convenido en que nada de aquello podría provenir de la realidad, directamente. Quizá era todo una alucinación. O un pedazo de la pesadilla que Ezequel S. soñaba en el interior de aquel resplandor tímido.
Comprendí entonces por qué la luz al final del tínel me había parecido tan regular, tan geométrica: su puerta permanecía entreabierta, hacia afuera, como esperándome. El ruido en mi oído izquierdo se incrementó. Me animé a dar unos tímidos pasos hacia el frente, tratando de no concentrarme demasiado en las palabras... ¿ las palabras?. Sí, dentro del tímpano se repetía una voz femenina. Hablaba demasiado rápido, demasiado bajo, susurrando, llorando una súplica que yo no distintiguía, excepto por pequeñas interrupciones de llanto, o por silencios intermitentes. Me detuve en seco, arrugando el entrecejo, sólo para percatarme que el sonido de mis pisadas se detuvo ligera pero significativamente después; un algo me seguía, cubriendo la distancia de sus pasos con los míos. Comencé a a andar de nuevo, esta vez con lentitud. La voz continuaba murmurando su plegaria gris, sofocada en la oscuridad. Estaba clarísimo: un eco imperfecto me acompañaba, aún lejos,  antinatural . Una vez más  repetí el experimento: puse el talón derecho frente a mí y poc, distinguí como propio su sonido. Atrás de mí, ahogado en el algún punto del pasillo, escuché un tap con algo de retraso. Continué dibujando el contorno de mi pie sobre la planta, con mucha suavidad, procurando no levantar ruido alguno. Más allá, a mis espaldas, produciéndome un golpe de sudor helado, escuché un shhh; como si el zapato imitador arrastrara apenas la suela sobre el piso. Finalmente, la punta de mis dedos en su calzado deportivo produjo una especie de tip, temeroso. Más desfasado que nunca, más aterrador que nunca, más presente que nunca en medio la voz que no cesaba de rezar, con una rabia efusiva, en aquel idioma inentendible, atrás de mí el aire se turbó en un pocu. Me dolía el oído y tuve que cubrirlo con la palma de mi mano; la plegaria continuaba siendo un susurro, no había cambiado en nada, excepto en la impresión de su proximidad. Era como si la distancia entre el recuerdo torcido de aquella mujer, de aquella tristeza aplastante, y mi cerebro desapareciera por completo. Ahora la distinguía a la perfección:
--- ... roma ut ed amall al senozaroc sortseun ne edneicne.
No era un idioma extraño: las palabras iban de adelante hacia atrás, surgidas en un el pasado y precipitándose con prisa hacia el futuro; el presente era en su caída una coincidencia atroz. Sin necesidad de mirar, sin hacerlo, sin querer hacerlo lo supe; mi mente comenzaba a funcionar también en ambos sentidos: de adelanta hacia atrás y podía reconocer aquello que jamás habría de comprobar, recordándolo desde un remoto porvenir: lo que me seguía  caminaba de espaldas. 
Lo que me seguía no solo andaba con los pasos invertidos: había echado a correr, moviéndose retrógrado y monstruoso, a  velocidad vertiginosa, en mi dirección.  Había que ser un completo imbécil para quedarse de pie e hice lo propio. El techo se reducía, según me aproximaba a la luz. Tuve que agacharme para no comerme los detalles del cielo raso. Alcancé la puerta, diminuta, (familiar, extrañamente familar)  y encorvado hasta el piso, penetré en la habitación de Ezequiel S., tratando de cerrar la puerta tras de mí.
--- No te molestes -- dijo su voz desde un rincón, acompañada del ruido de sus mándibulas batiendo.-- Aquí hace mucho que ninguna puerta cierra.
Los carrera de aquello casi me daba alcance. Pero cruzó de largo la puerta que yo jalaba hacia mí con una fuerza que casi me hacía daño, con tal de mantenerlo fuera de la habitación y sobre todo de mi vista. Su rumor se extravió más allá, mucho más allá sin disminuir de velocidad, como si su tamaño se redujera con el corredor, de escalado infinito, y no tuviera necesidad de agacharse jamás. Era un pensamiento morboso que me daba naúseas... pero no se comparaba con el hecho innegable de que ese pasillo se prolongaba. 
Ya había dicho antes que Ezequiel S. vivía en el 9no apartamiento de la planta baja, siendo el último, EL ÚLTIMO, del fondo, ligeramente a la izquierda. 
Definitivamente ya nada tenía sentido. Me sentía destrozado, más allá de asustado. La sensación de un agujero creciendo despacio, como un tumor de tinta, de veneno, me hizo sentarme con la espalda apoyada en la puerta mal cerrada que, una vez dentro, había recobrado su proporción natural, ¿Por qué no estaba sorprendido?.
Al menos había silencio, la mujer de mi tímpano izquierdo había desaparecido.
Miré en la dirección de  Ezequiel S.. Estaba sentado frente una mesa de café con tres patas de nogal, mirándome desde el fondo de la habitación sin amueblar,  sobre un pequeño taburete. Al sonido de sus mandíbulas se le unía de vez en cuando el de la deglución; todo acompañado del tintineo persistente de un cuchillo de vajilla sobre una taza azul de porcelana. Me miraba impasible, llevando avena mal cocida a su boca una y otra vez, con el mango del cubierto bien sujeto por
el puño. A mi alrededor el desorden se había apoderado de todo: en el piso, sin otros muebles más que la mesilla y el taburete, había pilas considerables de objetos cuyos detalles no pude distinguir; a veces me parecían discos compactos, otras trompos y yoyos o  muñecos. Sobre las paredes colgaban indiscriminados dibujos, recortes de periódicos, notas de la lavandería, sujetos con cinta adhesiva. Quería llorar. Tragué una saliva amarga que sentí me mataría. Lo miré largo rato. Finalmente, exclamé:
---¡Maldita sea, Ezequiel!, ¡Maldita sea!.- pateando un cachivache genérico con ira.
El sonido metálico permaneció igual. Me limpié el sudor de la frente con unas manos que apenas eran mías de lo muertas y lo heladas.
--- ¿Qué? -- me respondió -- Ya no quedaban cucharillas limpias.


...continuará.

jueves, 5 de marzo de 2015

Las Aventuras de Ezquiel S. I

Estábamos acostumbrados a las excentricidades de Ezequiel S.; a sus silencios prolongados, al hipo impertinente que entendíamos por risa, con trabajos, cayendo caliente sobre cualquier intento nuestro de seriedad. Su mirada era vaguísima: dos peces oscuros y redondos, escurridizos, escondidos e inquietos detrás de unos aros de cobre que, según pasaban los días, me parecían cada vez más torcidos. 
Ezequiel S. tenía un torso de lombriz y un pelambre lacio y espeso, como lenguas de alquitrán,  en desorden por la frente. Su timbre era soñador, su aliento especiado. Podía pasarse horas contemplando una taza, una hoja reseca por el viento.
Estábamos acostumbrados, incluso, a hacer de él una presencia ausente. Su salud era vulnerable y su ánimo frágil, una buena parte del tiempo sobrevivía, enfermo, en una guarida peculiar de paredes completamente blancas por donde la luz se resbalaba, goteando en direcciones confusas. A Ezequiel S. no le gustaban los muebles porque odiaba las visitas. No le gustaban las visitas porque odiaba los ruidos. Odiaba el ruido porque odiaba el silencio y en general reía o gritaba porque odiaba a las personas.
Su misantropía consumada lo convertía en un tipo errático y no demasiado popular, pero pese a todo, continuaba siendo de mi agrado  por la gracia infantil con que conseguía que su torpeza se valorara como honestidad, aunque la mayoría de las veces ocurriese lo contrario.

Un día, sin embargo, no sorbía su taza de te de leche y clavo, en el cuarto oscuro y sin ventanas que tenía por cubículo, como de costumbre. Tampoco respondió mis llamadas. Temí que uno de sus ataques de hiponcondría al fin le hubiera arrojado en un hospital. Conservé la calma y alejé de mi cabeza el peor de los escenarios. Pero al otro día Ezequiel tampoco regresó. Tampoco habría de hacerlo al siguiente, ni al siguiente del siguiente. Mis llamadas continuaron siendo en vano y, para mi sorpresa, el mundo que ambos habíamos compartido apenas unos pocos días atrás, parecía indiferente a su desaparición. De alguna forma, mi amigo se había transformado en un macetero muerto cuya función, incluso cuyo atractivo se habían esfumado, continuando en el cuadro principal como un elemento prescindible; un ruido visual que los otros se conformaban con obviar hasta el punto de resultar imperceptible.

Decidí buscarlo en su guarida, en una calle poco concurrida de la ciudad, aún sabiendo que no disfrutaba las visitas, mucho menos las improvisadas. Yo estaba preocupado y me conformaba con verlo, quizá con escucharlo, con esa sonrisa triste de aturdimiento, detrás del otro lado de la puerta.
Me costó trabajo dar con su edificio, había pasado algo tiempo desde la única vez que estuve en él. Eran todos casi iguales: pintura marrón, no más de cuatro pisos, puertas de cristal. Cuando al fin lo conseguí, crucé un pasillo oscurísimo con helechos verdosos salpicando los bordes de las paredes, de vez en vez. Me sorprendió que algo pudiese seguir vivo entre el olor de los cigarrillos y el frío del azulejo. Recordé que de niño me gustaba el olor de los hoteles y sentí una chispa extraña de familiaridad que me hizo sentir incómodo. Se me había hecho eterno. Ezequiel vivía en el departamiento 9,  planta baja, al final de un pasillo que yo recordaba más corto y menos penumbroso, doblando a la izquierda. Su puerta era la última e imposible de confundir.
El estado de las paredes era lamentable, la pintura se caía y la humedad comenzaba a hacer estragos en los pliegues superiores. En algún momento remotísimo, el edificio debió gozar cierto abolengo, a juzgar por el mosaico italiano y la araña eléctrica, desecha por los dientes del tiempo, que me recibieron en la entrada. Entonces descubrí con extrañeza, y luego comprendí con terror por qué el pasillo me parecía interminable: hacía largo, largo rato, casi al comienzo de mis cavilaciones, que el rastro de helechos moribundos había desaparecido; incluso, las puertas sucesivas que me habían acompañado, algunas con correspondencia viejísima y húmeda, cosechando telarañas y bloqueando las rendijas de las puertas. El pasillo continuaba y continuaba hacia una oscuridad más profunda, más estrecha. El techo incluso se había vuelto más bajo y casi lo sentía en la mollera. A lo lejos, como empotrada en una cueva retorcida en espiral, brillaba una luz de apariencia artificial. De alguna forma, mi amigo me daba la bienvenida, retrayéndose en su agujero; consiguidiendo que la mugre y la locura obstruyeran el acceso a su infierno personal, y con ello también la salida. La distancia se incrementaba, proyectando su encierro al interior de un universo que yo ya no comprendía y no estaba seguro de querer conocer. Todo era un maldito disparate. Quise volver, pero tuve miedo de mirar a mis espaldas y no encontrar el mismo camino el en que había llegado.
Sólo me quedaba continuar, aferrándome a lo que yo creía que quedaba de mi sentido común.

                                                                                                      .... continuará.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Ajeno

No sé si seas "feliz".
No sé si estés bien, o si estás o no mejor con el tiempo.
Tampoco sé quién eres, cómo eres o qué es lo que tienes volando entre tus dedos, llamándose tuyo; no habito, no existo en el mismo plano de los saberes absolutos. Aún así, me gustaría ser "menos como yo" y "más como tú":

     palabras. silencio mudo. párpados comprometidos.
 
Tengo la impresión de dormitar. De hablar para mí misma, con los labios apretados, sintiendo una    lengua fantasma agitándose, ahogándose ajena, en mi boca; llenándose de dientes, entre los dientes.    Hileras de dientes. Una lengua mía, que no es mía,  nombrándose a gritos;
 
     La respiro
                      me respira
                                         molusco tibio que abandona su cavidad oscura, entrelazado entre mis labios, en un canto húmedo,

      cielo y canto redondo, por un río que se seca.
      Ajeno y Robado
      como el aire.

No estoy aquí. No existo. El suelo y mi suelo pertenecen a la misma vertical, siempre ascendente por el olor a hierba; pero no soy una ninfa de los lagos, ni un espíritu de la naturaleza. Mucho tiempo quise ahogarme en una taza de café, lo que explica por qué mi boca termina siendo un sorbo de chocolate y canela y campo viejo, antes que ser verdadera.
     Nunca se me dio bien eso de ser de verdad.

     Mi boca termina siendo
                    abismo oscuro
                          penumbra imperfecta;
                               apenas un manchón borroso que se abre, con miedo. Con cautela.

     Contando: Palabras y silencio, con los ojos cerrados, con cada vez menos cuidado.
     Preguntándome si eres feliz, si estás bien, si estás o no mejor conmigo, con el tiempo:
     quién eres, cómo eres, qué eres
          qué tienes
              mío, entre la pinza de tu beso
    hablándome, mío y tuyo,  en la lengua infinita y breve de las nubes.

martes, 3 de marzo de 2015

Sobre el silencio

Me parece que el sonido es algo sobrevalorado. Igual que la felicidad.
Sin embargo, en mi búsqueda del silencio perfecto no conseguí más que llenarme de ruido.

Una día hubieron de coserme un parche de hule en el ombligo para evitar que se escapara el aire vital. Un doctor invisible dijo que era cosa de familia y que no tendría que pasar a mayores.
Este sería el primer evento de una larga lista de enfermedades anímicas; unas peores, las otras bastante entretenidas, en donde clasifica la crisis del ruido.
Por lo general necesito escucharme en la gente que me rodea, así como otros ponen la radio, y aún haciendo un esfuerzo, porque vivo, escribo y duermo en el ruido permanente, en el *shhh ushh shhu* que respira la Tierra,  a través del Universo, cada vez más desnuda.

Llevo tantas voces conmigo. Todo el tiempo. Unas propias, otras ajenas hablando y hablando. Algunas discuten. Cuando pienso, debo concentrarme para reconocerme el rabo entre las piernas de los transeúntes, buscándome con la vista y el cuerpo al ras de sus zapatos, a gatas.
Murmullos, llanto, me revuelven en medio de la avenida imaginaria; pululan habitantes invisibles que no tienen torso, son apenas el coro de sus pasos, en todas direcciones, en todas las conjunciones verbales, en todos los tiempos. Mis voz, en medio, se oye chiquita, chiquita y debo preguntarme en voz alta "¿qué?" y cortar este silencio, este monstruo atroz en la frontera de mi ánimo, para devolverme al mundo.

Si tuviéramos una balanza y pudiéramos comparar silencio y ruido, ¿Cuál sería más pesado?.
Yo tengo la impresión de que el silencio se suspende, como el sebo de la sopa, sobre un núcleo convectivo; lleno de aseveraciones y dudas en donde flotamos; algunos prácticamente vencidos, muertos por la vigilia.

Somos tan mala compañía para nosotros mismos, cada quien nadando en su caldo primigenio, como si nunca hubiésemos nacido y la muerte no existiera en el vientre marino de la nada. Somos tan mala compañía.
Para nosotros mismos.

En mi búsqueda del silencio perfecto terminé matando el silencio a pisotones; alejándolo de mí hasta convertirlo en la membrana impermeable que me aislaría por completo. Nado y me hundo, sola; tragándome mis propias voces y ahogándome en el grito del tiempo.