lunes, 16 de marzo de 2015

Muerto el Perro

Muerto el perro, se acabó la rabia.
Una vez muerto el perro, claro. Una vez que se halle muerto. El perro. La Rabia.
Una vez muerto. Debiera.

Pero de nuevo el perro mordiéndose la cola, a la vista de todos, con los colmillos amarillos, con los ojos amarillos y las lunas amarillas de los días.

De nuevo la Rabia, la de siempre. La de todas las noches, silbando en el oído profundo, creciendo, soñando como el cáncer, en su guarida secreta.

Crezco con la rabia. Crezco y mato al perro, todos los días, pero no hay fin; es el círculo, el eterno retorno a lo mismo: a mí misma, a la rabia, a rascar la barriga del perro que me mira, con los ojos amarillos de ternura. Y así lo estrangulo, con más de varias manos, llena de algo que borbotea.

El perro me mira morir de rabia.
Nazco y crezco en él, todos los días. Es una muerte infinita.

lunes, 9 de marzo de 2015

Las Aventuras de Ezequiel S. III

    Ezequiel S. llevaba sobre la cara una sombra oscura de varios días sin rasurar, una piyama azul con rayas blancas deslavadas y los pies descalzos. Por la textura oleosa y el desorden en su pelo adiviné  que llevaba días sin asearse. Los anteojos metálicos que antes me parecían dos peceras de cobre  estaban más torcidos que nunca y a través del cristal eran notables las lunas grises, violáceas hinchando sus ojos. Comprendí que tampoco había dormido.

    Nos miramos un rato. Me sentía estremecido, no sabía qué decir, no habría podido decir nada. Para mí era el infierno... aunque mentiría si no admitiera que en Ezequiel yo siempre vi el infierno tras de él, como si lo siguiera por dentro; creciéndole como a los árboles las ramas, y él y su alma tuvieran que librar una batalla feroz contra la maleza todos los días.

    Quien bajó los ojos primero fue él, concentrándose de nuevo en su tazón improvisado y haciendo ruido con el cuchillo de vajilla. Su nariz se enrojeció, la piel de su cara circundante se hizo más plomiza. Con pesadez, levanté mi cuerpo del suelo y coloqué la puerta en posición de cerrado lo mejor que pude; jalándola primero con fuerza, después rozándola con la yema de los dedos, sujetando con suavidad el picaporte, suplicándole con la postura del miedo y mis labios dibujando una interjección de silencio. Pero era una puerta obstinada. Una lengua de luz siempre conseguía escapar al exterior, perdiéndose en la hostilidad de aquel universo ennegrecido. Me di por vencido, con un suspiro infatil. Me invadía, como cera, una sensación de irrealidad que mantenía la piel de mi nuca erizada, pero me impedía sentir cualquier tipo de pánico. Sujetando mis cabales, me volví. Todo este tiempo inútil peleándome con una puerta inútil... había sido apenas un parpadeo, pero sentía en mi paladar como si la saliva se hubiera aglutinado por días. Ezequiel S. había dejado la taza sobre la mesilla. Sostenía aún el cuchillito, romo, inofensivo, con firmeza por el mango, sin ninguna actitud amenzante, mirando el piso. Noté que mis manos se sentían sucias; al incorporarme, la tierra en el mosaico de Ezequiel S. se había abierto camino entre mis dedos, entre las líneas de la palma. Las sacudí en un acto involuntario y di dos pasos hacia el frente. Ezequiel S. lloraba, su nariz enrojecida era una cascada transparente de mucuosidad, sus ojos se escondían. Lloraba sin hacer ruido, siempre en la misma posición de derrota; los hombros caídos, el cuello relajado, apenas estremecido por su respiración, entrecortándose. En un pequeño hipo, después de varios minutos, profirió:

--- Es la humedad. La maldita humedad. En este sitio ya nada  se cierra.



viernes, 6 de marzo de 2015

Las Aventuras de Ezequiel S. II

Permanecí en un silencio frío lo que me pareció una eternidad. 
Me sentía traicionado, pero no entendía bien por quién o hacia qué. Mi cuerpo había dejado de reconocerse; sentía mi piel mi tacto ajenos, algo en mi interior balbuceaba que si no me concentraba, que si no hacía el esfuerzo consciente de mantener mis ojos, mis brazos, mis dedos en su lugar: articulación por articulación, tejido por tejido, me desmembraría ahí mismo. Conservaba, intencionalmente, una respiración regular; el ritmo, la frecuencia de cada repetición era el único reloj confiable que poseía, aunque no entendía del todo de qué me serviría medir aquello que yo me aferraba a comprender como tiempo. En mi oído izquerdo comenzó un zumbido vago. Pensé con temor, hasta con cierta ternura en Ezequiel S., escondido varios pasos adelante, en el camuflaje de su soledad, empotrada a la piedra. Aunque las palmas de las manos me hormigueaban, no sentía miedo. La ansiedad me cerraba la garganta, pero mis cinco sentidos y yo habíamos convenido en que nada de aquello podría provenir de la realidad, directamente. Quizá era todo una alucinación. O un pedazo de la pesadilla que Ezequel S. soñaba en el interior de aquel resplandor tímido.
Comprendí entonces por qué la luz al final del tínel me había parecido tan regular, tan geométrica: su puerta permanecía entreabierta, hacia afuera, como esperándome. El ruido en mi oído izquierdo se incrementó. Me animé a dar unos tímidos pasos hacia el frente, tratando de no concentrarme demasiado en las palabras... ¿ las palabras?. Sí, dentro del tímpano se repetía una voz femenina. Hablaba demasiado rápido, demasiado bajo, susurrando, llorando una súplica que yo no distintiguía, excepto por pequeñas interrupciones de llanto, o por silencios intermitentes. Me detuve en seco, arrugando el entrecejo, sólo para percatarme que el sonido de mis pisadas se detuvo ligera pero significativamente después; un algo me seguía, cubriendo la distancia de sus pasos con los míos. Comencé a a andar de nuevo, esta vez con lentitud. La voz continuaba murmurando su plegaria gris, sofocada en la oscuridad. Estaba clarísimo: un eco imperfecto me acompañaba, aún lejos,  antinatural . Una vez más  repetí el experimento: puse el talón derecho frente a mí y poc, distinguí como propio su sonido. Atrás de mí, ahogado en el algún punto del pasillo, escuché un tap con algo de retraso. Continué dibujando el contorno de mi pie sobre la planta, con mucha suavidad, procurando no levantar ruido alguno. Más allá, a mis espaldas, produciéndome un golpe de sudor helado, escuché un shhh; como si el zapato imitador arrastrara apenas la suela sobre el piso. Finalmente, la punta de mis dedos en su calzado deportivo produjo una especie de tip, temeroso. Más desfasado que nunca, más aterrador que nunca, más presente que nunca en medio la voz que no cesaba de rezar, con una rabia efusiva, en aquel idioma inentendible, atrás de mí el aire se turbó en un pocu. Me dolía el oído y tuve que cubrirlo con la palma de mi mano; la plegaria continuaba siendo un susurro, no había cambiado en nada, excepto en la impresión de su proximidad. Era como si la distancia entre el recuerdo torcido de aquella mujer, de aquella tristeza aplastante, y mi cerebro desapareciera por completo. Ahora la distinguía a la perfección:
--- ... roma ut ed amall al senozaroc sortseun ne edneicne.
No era un idioma extraño: las palabras iban de adelante hacia atrás, surgidas en un el pasado y precipitándose con prisa hacia el futuro; el presente era en su caída una coincidencia atroz. Sin necesidad de mirar, sin hacerlo, sin querer hacerlo lo supe; mi mente comenzaba a funcionar también en ambos sentidos: de adelanta hacia atrás y podía reconocer aquello que jamás habría de comprobar, recordándolo desde un remoto porvenir: lo que me seguía  caminaba de espaldas. 
Lo que me seguía no solo andaba con los pasos invertidos: había echado a correr, moviéndose retrógrado y monstruoso, a  velocidad vertiginosa, en mi dirección.  Había que ser un completo imbécil para quedarse de pie e hice lo propio. El techo se reducía, según me aproximaba a la luz. Tuve que agacharme para no comerme los detalles del cielo raso. Alcancé la puerta, diminuta, (familiar, extrañamente familar)  y encorvado hasta el piso, penetré en la habitación de Ezequiel S., tratando de cerrar la puerta tras de mí.
--- No te molestes -- dijo su voz desde un rincón, acompañada del ruido de sus mándibulas batiendo.-- Aquí hace mucho que ninguna puerta cierra.
Los carrera de aquello casi me daba alcance. Pero cruzó de largo la puerta que yo jalaba hacia mí con una fuerza que casi me hacía daño, con tal de mantenerlo fuera de la habitación y sobre todo de mi vista. Su rumor se extravió más allá, mucho más allá sin disminuir de velocidad, como si su tamaño se redujera con el corredor, de escalado infinito, y no tuviera necesidad de agacharse jamás. Era un pensamiento morboso que me daba naúseas... pero no se comparaba con el hecho innegable de que ese pasillo se prolongaba. 
Ya había dicho antes que Ezequiel S. vivía en el 9no apartamiento de la planta baja, siendo el último, EL ÚLTIMO, del fondo, ligeramente a la izquierda. 
Definitivamente ya nada tenía sentido. Me sentía destrozado, más allá de asustado. La sensación de un agujero creciendo despacio, como un tumor de tinta, de veneno, me hizo sentarme con la espalda apoyada en la puerta mal cerrada que, una vez dentro, había recobrado su proporción natural, ¿Por qué no estaba sorprendido?.
Al menos había silencio, la mujer de mi tímpano izquierdo había desaparecido.
Miré en la dirección de  Ezequiel S.. Estaba sentado frente una mesa de café con tres patas de nogal, mirándome desde el fondo de la habitación sin amueblar,  sobre un pequeño taburete. Al sonido de sus mandíbulas se le unía de vez en cuando el de la deglución; todo acompañado del tintineo persistente de un cuchillo de vajilla sobre una taza azul de porcelana. Me miraba impasible, llevando avena mal cocida a su boca una y otra vez, con el mango del cubierto bien sujeto por
el puño. A mi alrededor el desorden se había apoderado de todo: en el piso, sin otros muebles más que la mesilla y el taburete, había pilas considerables de objetos cuyos detalles no pude distinguir; a veces me parecían discos compactos, otras trompos y yoyos o  muñecos. Sobre las paredes colgaban indiscriminados dibujos, recortes de periódicos, notas de la lavandería, sujetos con cinta adhesiva. Quería llorar. Tragué una saliva amarga que sentí me mataría. Lo miré largo rato. Finalmente, exclamé:
---¡Maldita sea, Ezequiel!, ¡Maldita sea!.- pateando un cachivache genérico con ira.
El sonido metálico permaneció igual. Me limpié el sudor de la frente con unas manos que apenas eran mías de lo muertas y lo heladas.
--- ¿Qué? -- me respondió -- Ya no quedaban cucharillas limpias.


...continuará.

jueves, 5 de marzo de 2015

Las Aventuras de Ezquiel S. I

Estábamos acostumbrados a las excentricidades de Ezequiel S.; a sus silencios prolongados, al hipo impertinente que entendíamos por risa, con trabajos, cayendo caliente sobre cualquier intento nuestro de seriedad. Su mirada era vaguísima: dos peces oscuros y redondos, escurridizos, escondidos e inquietos detrás de unos aros de cobre que, según pasaban los días, me parecían cada vez más torcidos. 
Ezequiel S. tenía un torso de lombriz y un pelambre lacio y espeso, como lenguas de alquitrán,  en desorden por la frente. Su timbre era soñador, su aliento especiado. Podía pasarse horas contemplando una taza, una hoja reseca por el viento.
Estábamos acostumbrados, incluso, a hacer de él una presencia ausente. Su salud era vulnerable y su ánimo frágil, una buena parte del tiempo sobrevivía, enfermo, en una guarida peculiar de paredes completamente blancas por donde la luz se resbalaba, goteando en direcciones confusas. A Ezequiel S. no le gustaban los muebles porque odiaba las visitas. No le gustaban las visitas porque odiaba los ruidos. Odiaba el ruido porque odiaba el silencio y en general reía o gritaba porque odiaba a las personas.
Su misantropía consumada lo convertía en un tipo errático y no demasiado popular, pero pese a todo, continuaba siendo de mi agrado  por la gracia infantil con que conseguía que su torpeza se valorara como honestidad, aunque la mayoría de las veces ocurriese lo contrario.

Un día, sin embargo, no sorbía su taza de te de leche y clavo, en el cuarto oscuro y sin ventanas que tenía por cubículo, como de costumbre. Tampoco respondió mis llamadas. Temí que uno de sus ataques de hiponcondría al fin le hubiera arrojado en un hospital. Conservé la calma y alejé de mi cabeza el peor de los escenarios. Pero al otro día Ezequiel tampoco regresó. Tampoco habría de hacerlo al siguiente, ni al siguiente del siguiente. Mis llamadas continuaron siendo en vano y, para mi sorpresa, el mundo que ambos habíamos compartido apenas unos pocos días atrás, parecía indiferente a su desaparición. De alguna forma, mi amigo se había transformado en un macetero muerto cuya función, incluso cuyo atractivo se habían esfumado, continuando en el cuadro principal como un elemento prescindible; un ruido visual que los otros se conformaban con obviar hasta el punto de resultar imperceptible.

Decidí buscarlo en su guarida, en una calle poco concurrida de la ciudad, aún sabiendo que no disfrutaba las visitas, mucho menos las improvisadas. Yo estaba preocupado y me conformaba con verlo, quizá con escucharlo, con esa sonrisa triste de aturdimiento, detrás del otro lado de la puerta.
Me costó trabajo dar con su edificio, había pasado algo tiempo desde la única vez que estuve en él. Eran todos casi iguales: pintura marrón, no más de cuatro pisos, puertas de cristal. Cuando al fin lo conseguí, crucé un pasillo oscurísimo con helechos verdosos salpicando los bordes de las paredes, de vez en vez. Me sorprendió que algo pudiese seguir vivo entre el olor de los cigarrillos y el frío del azulejo. Recordé que de niño me gustaba el olor de los hoteles y sentí una chispa extraña de familiaridad que me hizo sentir incómodo. Se me había hecho eterno. Ezequiel vivía en el departamiento 9,  planta baja, al final de un pasillo que yo recordaba más corto y menos penumbroso, doblando a la izquierda. Su puerta era la última e imposible de confundir.
El estado de las paredes era lamentable, la pintura se caía y la humedad comenzaba a hacer estragos en los pliegues superiores. En algún momento remotísimo, el edificio debió gozar cierto abolengo, a juzgar por el mosaico italiano y la araña eléctrica, desecha por los dientes del tiempo, que me recibieron en la entrada. Entonces descubrí con extrañeza, y luego comprendí con terror por qué el pasillo me parecía interminable: hacía largo, largo rato, casi al comienzo de mis cavilaciones, que el rastro de helechos moribundos había desaparecido; incluso, las puertas sucesivas que me habían acompañado, algunas con correspondencia viejísima y húmeda, cosechando telarañas y bloqueando las rendijas de las puertas. El pasillo continuaba y continuaba hacia una oscuridad más profunda, más estrecha. El techo incluso se había vuelto más bajo y casi lo sentía en la mollera. A lo lejos, como empotrada en una cueva retorcida en espiral, brillaba una luz de apariencia artificial. De alguna forma, mi amigo me daba la bienvenida, retrayéndose en su agujero; consiguidiendo que la mugre y la locura obstruyeran el acceso a su infierno personal, y con ello también la salida. La distancia se incrementaba, proyectando su encierro al interior de un universo que yo ya no comprendía y no estaba seguro de querer conocer. Todo era un maldito disparate. Quise volver, pero tuve miedo de mirar a mis espaldas y no encontrar el mismo camino el en que había llegado.
Sólo me quedaba continuar, aferrándome a lo que yo creía que quedaba de mi sentido común.

                                                                                                      .... continuará.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Ajeno

No sé si seas "feliz".
No sé si estés bien, o si estás o no mejor con el tiempo.
Tampoco sé quién eres, cómo eres o qué es lo que tienes volando entre tus dedos, llamándose tuyo; no habito, no existo en el mismo plano de los saberes absolutos. Aún así, me gustaría ser "menos como yo" y "más como tú":

     palabras. silencio mudo. párpados comprometidos.
 
Tengo la impresión de dormitar. De hablar para mí misma, con los labios apretados, sintiendo una    lengua fantasma agitándose, ahogándose ajena, en mi boca; llenándose de dientes, entre los dientes.    Hileras de dientes. Una lengua mía, que no es mía,  nombrándose a gritos;
 
     La respiro
                      me respira
                                         molusco tibio que abandona su cavidad oscura, entrelazado entre mis labios, en un canto húmedo,

      cielo y canto redondo, por un río que se seca.
      Ajeno y Robado
      como el aire.

No estoy aquí. No existo. El suelo y mi suelo pertenecen a la misma vertical, siempre ascendente por el olor a hierba; pero no soy una ninfa de los lagos, ni un espíritu de la naturaleza. Mucho tiempo quise ahogarme en una taza de café, lo que explica por qué mi boca termina siendo un sorbo de chocolate y canela y campo viejo, antes que ser verdadera.
     Nunca se me dio bien eso de ser de verdad.

     Mi boca termina siendo
                    abismo oscuro
                          penumbra imperfecta;
                               apenas un manchón borroso que se abre, con miedo. Con cautela.

     Contando: Palabras y silencio, con los ojos cerrados, con cada vez menos cuidado.
     Preguntándome si eres feliz, si estás bien, si estás o no mejor conmigo, con el tiempo:
     quién eres, cómo eres, qué eres
          qué tienes
              mío, entre la pinza de tu beso
    hablándome, mío y tuyo,  en la lengua infinita y breve de las nubes.

martes, 3 de marzo de 2015

Sobre el silencio

Me parece que el sonido es algo sobrevalorado. Igual que la felicidad.
Sin embargo, en mi búsqueda del silencio perfecto no conseguí más que llenarme de ruido.

Una día hubieron de coserme un parche de hule en el ombligo para evitar que se escapara el aire vital. Un doctor invisible dijo que era cosa de familia y que no tendría que pasar a mayores.
Este sería el primer evento de una larga lista de enfermedades anímicas; unas peores, las otras bastante entretenidas, en donde clasifica la crisis del ruido.
Por lo general necesito escucharme en la gente que me rodea, así como otros ponen la radio, y aún haciendo un esfuerzo, porque vivo, escribo y duermo en el ruido permanente, en el *shhh ushh shhu* que respira la Tierra,  a través del Universo, cada vez más desnuda.

Llevo tantas voces conmigo. Todo el tiempo. Unas propias, otras ajenas hablando y hablando. Algunas discuten. Cuando pienso, debo concentrarme para reconocerme el rabo entre las piernas de los transeúntes, buscándome con la vista y el cuerpo al ras de sus zapatos, a gatas.
Murmullos, llanto, me revuelven en medio de la avenida imaginaria; pululan habitantes invisibles que no tienen torso, son apenas el coro de sus pasos, en todas direcciones, en todas las conjunciones verbales, en todos los tiempos. Mis voz, en medio, se oye chiquita, chiquita y debo preguntarme en voz alta "¿qué?" y cortar este silencio, este monstruo atroz en la frontera de mi ánimo, para devolverme al mundo.

Si tuviéramos una balanza y pudiéramos comparar silencio y ruido, ¿Cuál sería más pesado?.
Yo tengo la impresión de que el silencio se suspende, como el sebo de la sopa, sobre un núcleo convectivo; lleno de aseveraciones y dudas en donde flotamos; algunos prácticamente vencidos, muertos por la vigilia.

Somos tan mala compañía para nosotros mismos, cada quien nadando en su caldo primigenio, como si nunca hubiésemos nacido y la muerte no existiera en el vientre marino de la nada. Somos tan mala compañía.
Para nosotros mismos.

En mi búsqueda del silencio perfecto terminé matando el silencio a pisotones; alejándolo de mí hasta convertirlo en la membrana impermeable que me aislaría por completo. Nado y me hundo, sola; tragándome mis propias voces y ahogándome en el grito del tiempo.