viernes, 22 de mayo de 2015

Un animal frío

Viene a mí un animal frío, con el día muerto y gris entre los dientes. Viene a mí, con su cuerpo cuadrúpedo, con la espalda tensa y la cabeza hundida entre los hombros. Viene a mí. Y no me mira. Estoy y no estoy para el animal que es frío. La lluvia cae en él y hay un cielo que se cierra cuando pisa. Me preocupa mucho el tiempo. Las gotas como péndulos; chocan y con ellas muere también el Presente. El futuro es un fantasma perdiéndose en el Olvido. Pero él camina a prisa, a pasos gigantescos. Y yo no me  muevo. El aroma a musgo de su pelo lo precede. Así, a prisa, no me alcanza. Parece que soy más rápida que él.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Recado

"  Di que la noche terminó. 
Que el sueño te tiró de cama.
Que el Monstruo se ha ido. Que el monstruo se ha ido, dándote un beso de buenas noches, rozando tu cara con su cabello.
Que el monstruo se ha ido, porque es lo que hacen los monstruos: irse cuando rompe el sol, hechos de sombra.

Di que no sabías lo que hacías.
Que los otros tienen pero no tienen razón.
Pero sobre todo, di que el monstruo se ha ido; que no sientes el peso de su cuerpo sobre tu pecho, que su olor es un fantasma inofensivo, que olvidaste sus manos. Di que nunca tuvo manos.

Dile que los monstruos no existen, como tampoco existe el agujero que hacen los pájaros en la lluvia, con su ausencia. 
Dile que la noche y la sombra, tampoco. 
Dile que nunca hubo monstruo, pero que el monstruo se ha ido; que huyó en la madrugada con sus alas de cielo y te dejó una nota mentirosa al lado de la almohada para asegurarte, de su puño, que nunca estuvo ahí; que los minutos los inventaron tú y él, pero que él ya no cuenta.

Di que no te acuerdas de sus ojos. Di que era un monstruo ciego que te perseguía tropezando en la sombra, con su propia tristeza. 
Un monstruo de ojos vacíos que te miraba dormir y soñaba contigo. 
Di que  soñaste con un monstruo y, horas más tarde, un monstruo se hizo real, en alguna parte del planeta. Que diste con él por casualidad, así como uno se encuentra en las tardes con personas.

Di que un día conociste un monstruo que supo cómo mentir.
Dile que lo escuchaste lejos, a una distancia infinita. Que su voz era un secreto llenando tu habitación. Di que tu monstruo se fue, no sin antes convencerte; "Los monstruos no existen", te dijo. Llenó tu boca con un calor sereno. Que una piedra bajo su lengua, un canto redondo y pequeño, desapareció con él, pero que no lo necesitabas.

Dile que un monstruo que conoces bien, pero que no existe, dejó un recado. Dile que te manda a repetir: "los monstruos no existen". 
Dile que esta vez no hay poema ni beso. 
Que la piedra se perdió. 
Que no te acuerdas cómo era. 
Dile que la carta va firmada con un nombre vacío, monstruoso.


Dile que la noche terminó. 
Que el sueño te tiró de la cama, que caíste sobre La Muerte, por accidente.
Que eso es lo que hacen los monstruos: dejar su muerte por ahí, con sus zapatos mal puestos. Dile que no es real. Que nunca fue real. 
Que era inevitable, pero que ya no existe. "

martes, 12 de mayo de 2015

Ezequiel S. - La Habitación

Un día rescaté de una de las pilas un objeto particular. Era colorido, de bordes suavizados y de un material parecido a la  cerámica. Su aspecto era fragmentario y su carácter, quebradizo. Era casi imposible reconstruir con la imaginación su forma original. Recordaba a una especie de vehículo tripulado por personas de grandes ojos negros mirando al infinito;  uno de ellos fijo y roto, hacia mí, adherido a la memoria de otro sujeto diminuto sujetándose del techo. El resto del la figura no estaba, aunque algo el mí que no comprendía me mantuvo buscando los pedazos faltantes como desesperado. Creía encontrar astillas rojizas,  trozos de laca blanca con la misma consistencia, pero eran tan diminutas, tan frágiles que se evaporaban de mis dedos según la desesperación. Sostuve mi hallazgo en la palma de la manob: tibio y triste, terminó de aniquilarme. Me deshice en el llanto que había reprimido desde mucho antes, incluso antes de perder la noción del tiempo en la noche perpetua de Ezequiel, marcada por la llegada de los Caminantes.
Lo coloqué en un claro vacío de la habitación, en el piso, de tal forma que pudiera verlo desde la cama.  La puerta entreabierta dejaba pasar un poco de luz artificial. Afuera, en la sala, el insomnio de mi amigo se consumía en el fuego del delirio.
Los fantasmas no habían mostrado ningún interés en mí, hasta entonces. Me permitían dormir y pensar, incluso buscar explicaciones y posibles salidas. Mientras creía escuchar que Ezequiel murmuraba algo para alguien, sin respuesta, como hacía frecuentemente, comencé a quedarme dormido. En ese estado de sopor entre el sueño y la consciencia miraba la figurita deshecha, su soledad me partía la tráquea con lágrimas de ácido o acero. Creí estar llorando, además de mi angustia, una tristeza ajena; sin despertar del todo, dejé salir de mí un gemido roto y adolorido.

Y vi de pronto una silueta perdida en la penumbra, sentada en sobre el piso, en el rincón más alejado de la cama. Apoyando la cabeza sobre el muro y los brazos en las rodillas flexionadas, sujetaba firme con la mano derecha, el antebrazo izquierdo,  girando la muñeca con los dedos extendidos y produciendo un chasquido periódico con cada vuelta.
No me sobresalté. Creía estar inconsciente y por lo tanto soñando.

Entonces, con una voz limpia y femenina, observó:
--- De toda la basura en esta habitación, tenías que encontrarte precisamente con esto.
--- ¿Cómo dices?
Ignorándome, continuó:
--- Y no es cerámica. Es barro seco.
--- Eres uno de los fantasmas de Ezequiel.- pregunté, aunque afirmativo.
--- No soporto a los tipos que lo saben todo. No guardan nada para el misterio.
--- Los fantasmas no hablan.
--- Algunos sí. Pero pierde el cuidado, no vine a hablar contigo ni a molestarte. Estoy aquí para esconderme. Y tú, para quedarte dormido.

Tenía razón. El sueño tiraba de mí hacia un pozo profundo.
--- ¿De qué te escondes?
--- De las respuestas, mejor no hagas preguntas. En este sitio, pero en otro tiempo, también es 'de noche'. Ahí hay una habitación exactamente como ésta,  con una figurita como ésa,  sólo que sin romper,  en donde duerme una sola persona: yo. O quizá no duerme. Quizá tiene insomnio o escribe sobre un papel, quién sabe. El punto es que ahora estoy aquí porque no quiere estar en 'el otro aquí'. Debe ser el karma, porque vengo huyendo precisamente de la de la figurita para encontrarme con su versión magnificada.
--- Entonces hay una salida...
--- No me consta. Otros dicen que sí. Insisto, yo estoy aquí de paso pero no vengo precisamente de afuera; más bien de un adentro todavía más "adentro" que éste. Allí tu figura aún no se ha roto.
--- ¿Cómo entraste aquí?
--- Más bien, ¿cómo entraste tú?.
--- Afuera hay un pasillo que...
--- No seas ingenuo,  claro que sé de qué pasillo hablas y cómo inició tu historia. Yo la creé. Tengo un dolor espantoso en la muñeca...

¿Qué demonios pasaba aquí dentro con las personas?, ¿es que nadie podía dar una respuesta que no fuera metafórica?.
--- Entonces dime cómo termina,por favor.  Dime cómo puedo sacar a Ezequiel de aquí...
--- No lo sé.
--- Eres un fantasma bastante antipático.
--- No lo sé. Y no soy un fantasma. Pero voy  confiarte algo: ambos queremos sacar a Ezequiel. No me gustaría descubrir que la única forma es sacrificándote.
--- ¿A mí?
--- Ezequiel es una caja fuerte donde escondí algo mío para protegerlo. No estaba seguro en ningún sitio, así que construí éste lugar, para que nada lo alcanzara... Pero yo misma olvidé cuál era la llave y ahora están ustedes dos aquí.  Sé que tú apareciste para buscarla por mí...  Pero no sé de dónde saliste con exactitud...
--- ¿Y la figura Qué tiene que ver?
--- Nada. Me pone algo triste. Y más ver que vino a parar aquí, en este estado. Es mi corazón, el que antes latía. Partido. Como está. Hasta aquí crece la tristeza.
--- ¿Si completo la figura, saldremos de aquí?
--- Déjalo así, es un cabo muerto. Además, el resto lo conserva otra persona y ella no puede entrar aquí. Algo se nos ocurrirá. Algo distinto.
--- Si sabes algo, ayúdanos.
--- ¿Qué tal un sueño para dormir? Había una vez una mujer que encontró una muñeca de trapo, azul y suave, con vida, corriendo por una estación de trenes. La tomó en brazos, era muy pequeña y cariñosa y pensó en guardarla para sí. Sin embargo, alguien más podría echar de menos la muñeca y decidió entregarla a la policía para que volviera con su verdadero dueño. Efectivamente, un hombre corpulento y cerca de los 50 la buscaba con  desesperación. Después de algunos días, la mujer leyó en el periódico que un tipo como el que había visto recién salía de la cárcel. Había conseguido animar una muñeca de trapo colocando en su cabeza una mano de niño resecada con sal: la mano de su hijo muerto. La mujer se estremeció de asco, recordando como en un abrazo furtivo sintió algo tenso y duro en el interior de la muñeca que la sujetaba como 5 falanges diminutas llenas de amor...
--- ¿Y cómo esto hará que duerma mejor?
--- Eso es lo que yo me pregunto todas las noches...

Interludio

Yo vine aquí por voluntad propia, nadie me obligó. Cuando Ezequiel S.  se esfumó; se perdió en el vacío entre la vida de los otros y el paso del tiempo, comprendí que era mi único amigo. La forma en cómo el resto simplemente se había desecho de él, como un presencia que jamás hubiese existido de manera tangible, una sombra a medio día, nimia, intrascendente, me había llegado de ira. Pero mi naturaleza es cobarde. Soy incapaz de enfrentarme con nadie, soy un miedoso. Temo a las personas de la misma forma en que a los engranes de un reloj descomunal que no cesa  de desdeñar el tiempo, de señalar las horas de comer, de dormir, de ser feliz o de estar triste. Ezequiel se salvaba del aquel  monstruo porque era inmune al llamado del metal, se permitía el ser valiente. En cambio,  yo marchaba con las manecillas humanas, echándome al hombro los segundos aplastados que otros dejaban muriendo tras de sí.  Envidiaba la forma en que mi amigo navegaba,  triste y solo, pero a salvo del molino de carne al que todos sabíamos que nos dirigíamos con seguridad y absoluta indiferencia.
Vine a buscarlo porque le echaba de menos. Vine a buscarlo porque intuía que algo no estaba bien.

viernes, 8 de mayo de 2015

Ezequiel S. IV: Los caminantes o el sueño del Pianista.

   Fueron ellos.
   Ellos lo comenzaron todo.
   Por las noches, yo hacía como que dormía y entre sueños escuchaba su andar taciturno   más allá de la habitación. 

   Te lo digo: fueron ellos. Entonces las puertas cumplían  la misión que toda puerta que se precie de serlo conoce: delimitar el "Dentro" del "Afuera" en silencio. Yo los oía arañar la duela del pasillo con unos pasos diminutos e irregulares; me los imaginaba sin rostro, sin número, como ovinos calzados con zapatos, mientras en la neblina del sueño, exhalaba un músico y un piano triste.

   A veces sólo parecía haber uno.
   A veces muchos.

   Pero el temor nunca consiguió levantarme de la cama y el piano sólo se oía, llorando.

  Me sentía seguro detrás del picaporte. El rumor de los visitantes se volvió un hábito, también el sueño del pianista que me parecía pequeño sentado frente a dos pliegos enormes y amarillos.

   Los sentía en la piel, los sentía recorrer mi apartamento moviendo objetos pequeños de lugar como si los recolocaran. Era una acción parsimoniosa que les tomaba noches enteras, hasta bien entrada la madrugada. A veces alguno tomaba un objeto que otro acababa de depositar, llevándolo consigo hacia otra parte; era una canción eterna e inútil. Todo esto lo sabía yo, sin necesidad de presenciarlo, cobijado por la penumbra de mi habitación apenas perturbada por la música del piano. Sin cerrar los ojos, veía la silueta del pianista en la oscuridad, dándome la espalda. El papel de las partituras emitía un brillo sobrenatural; con el arrullo de los caminantes producían en mí un efecto esombrecedor. Me gustaba su pelo rizado, recogido en una coleta baja. Me gustaba como apenas se movía tras de sí. Trataba de concentrarme en sus manos, pero todo el mundo sabe que en los sueños las manos son  monstruosas y no conseguía distinguir otra cosa que falanges sin órden ni número alguno; delgadas y articuladas como artrópodos mecánicos, directamente unidas a una bisagra de apariencia ósea, orgánica, que jugaba de muñeca. Veía estas manos perdidas casi por la penumbra, asombrándome de cómo el piano sonaba tan bien aunque yo no distinguía en ellas el movimiento periódico del presionar las teclas.

   Por la mañana es sol traía el mismo brillo que sus notas: amarillo y enorme y, al salir de la habitación, comprobaba que todo en mi apartamento permanecía como yo lo había dejado, pese a la intensa actividad de los caminantes. 

   No pude percatarme de que, sin bien nada me hacía falta porque todo lo mío era fiel a su lugar, a su orden sostenido por alfileres como  mariposas muertas,  aparecían cosas nuevas. Objetos pequeños: trompos, cuerdas, libros, plumas. Juguetes de madera, huevos de aves, nidos muertos. Latas de conserva, moños de niña. Pequeños objetos traidos de épocas distantes, de recuerdos necróticos, perdidos más allá de la esquina en que el pianista ejecutaba, en silencio, esperando la noche para romper el miedo con sus manos de fantastma; con su una sonata y su suspiro desnudo. 

   Es como si durante el día me hubiese quedado ciego y fuera incapaz de percibir al pasado acumulándose; cochambre y necio. Al terminar y estallar las estrellas en lo alto, el cielo se abría y yo conseguía ver más allá de los muros y las horas y los días. 
Fueron ellos. Trayendo trozos míos, de mí. Robándome pedazos todas las noches, llenaron el espacio con sus gritos sin voz, con sus manos de hielo y sus oídos. Trajeron todo esto. Robaron todo esto. Y poco a poco el llanto y el insomnio comenzaron a crecer en las paredes, comiéndose el papel tapiz. 

   La humedad creció como un árbol, formando ramas en los muros y bajo las puertas. La duela crujió como nunca. Los caminantes trabajaban en el mayor de los silencios reacomodando, contruyendo esta vez pilas, cúmulos de objetos cada vez más pequeños, cada vez más indistinguibles. 

   Finalmente las puertas dejaron de cerrarse.
   Y el día en que un ave negra, con cuatro alas, rompió el cristal de mi ventana para morir dentro, dejé de dormir.

   El pianista me miraba, con sus ojos oscuros. Esta vez con las manos perfectas, con cinco dedos hermosos y bien formados, no tocaba su música: con una calma atroz, separaba trozos de papel uno a uno y los llevaba a su boca. Según devoraba las partituras, yo  comprendía que el día no volvería, que el pájaro nunca acabaría de morir y me atormentaría con su odio y su agonia... y que el piano no había dejado nunca de sonar.