martes, 8 de marzo de 2016

Epitafio

No le gustaban los poemas. Ni los poetas.
Los veía siempre enfáticos y patéticos. Dejando las cosas caer. Autocontemplándose.
Y enterró
una semilla de muro, una hebra de aire, una lágrima redonda
que creció por la noche.

Escribió.
Comenzó por volcarse; por exponerse visceral, como todos somos por dentro. Se volteó los párpados.
Pero las máquinas no hablan el idioma de la Ira
y sus palabras se perdieron en los errores de la traducción. Quedó sólo el misterio de las mujeres y de sus cuerpos, de su propio cuerpo.

Escribió desde el exilio.
Su voz surgió débil, etérea; su mensaje, errático.
Habló de dolor y de miedo. De estar solo. De tener frío.
De tenerlo todo y nada. De quererlo todo. De no querer nada.
De irse, de volver...
De una sexualidad descontextualizada. De estar excitado y decepcionado,
de algo que parecía "odio" hacia sí mismo.

Habló de nosotros: el resto del mundo. Nos vio pasar junto a él,
pero no nos dijo nada porque bajó los ojos,
fingiendo
no habernos reconocido. Pero mentía.
Y él lo sabía: porque lo sabía todo y nada, al mismo tiempo. Su rostro se repetía cientos de veces en las multitudes y no dejaba de mirarse con los ojos de los otros, que eran los suyos.

Quiso hablar de sí mismo. Quiso ser fuerte y usó palabras duras como "masturbación". Las ocultó. Corrió a avergonzarse, orgulloso de su impudicia y de sus crímenes en contra de lo que consideraba "poesía".

Jamás hablo de amor.
Con el tiempo consiguió olvidar su significado.
Y fue uno y muchos: siempre la mejor y la peor de las personas, guardándose lo de veras importante, porque si alguien lo veía, podría burlarse de él, de su niñez incompleta, de la pérdida parcial y no total de su inocencia, de su amor infantil inconsumado.