domingo, 26 de julio de 2015

El salón de muñecas.

Nos encontramos por casualidad: sin emotividades.

Yo caminaba con cierto descuido por la acera de la Avenida Principal cuando escuché mi nombre en una voz conocida. Me detuve, mirando con torpeza a mi alrededor. Él estaba sentado a unos metros, en la mesa de un cafesito modesto. Solo, con su camisa de franela a cuadros rojos, sacudía las cenizas del cigarro en el interior de una taza. Imaginé el interior: líquido, frío, oscuro; mezcla de abandono,  y cafeína, de tabaco consumido. Me acerqué más sorprendido que agradado. Creo que pregunté ¿qué haces aquí?. Él sólo se encogió de hombros y levantó de uno de los asientos una boina, como invitación.

Hablamos un rato de nada. De su libro. De cuánto odiaba los narradores impersonales y sus estrategias para esconderse detrás de los personajes. Confesó unas cuantas inseguridades, en tono coloquial; su desconfianza en las preposiciones y el abuso inconsciente de los posesivos. Siempre con la mirada distante, ahogando los ojos color cobre en el brebaje de la taza que mantenía lejos de sí y que removía con la cucharilla periódicamente, rescatando de la nada una colilla y colocándola en un plato.
Le conté de cómo me había titulado al fin de la licenciatura, del empleo que conseguí: monótono, poco estimulante, cuyo único atractivo era la paga.
De pronto me encontré hablando de mi novia, del departamento de losetas azules que alquilamos y del perico de la vecina. Le conté del ratón que encontré muerto debajo de la cama. De la fiebre. De cómo ella se había ido después de eso y de cómo desaparecieron una por una las cosas que dejó detrás. Antes de darme cuenta,  devolvía las colillas que él sacaba a la taza con mi cucharilla, como si fueran peces vivos ahogándose en una playa de porcelana.

--- Es como si volviera por las noches -- le decía --  mientras duermo para llevara sus libros, sus aretes: uno a uno. Si tropiezo por accidente con un par, lo encuentro incompleto, como si siempre hubiera hecho falta uno. Siempre hace falta algo.

Mi amigo calló y yo hice lo mismo. Ninguno de los dos dejó la cucharita.
Entonces, él bajó la suya y puso ambos puños sobre la mesa. Me miró fijo, con una expresión rara en el rostro. Sus ojos me parecieron más metálicos que nunca.
--- Hace poco vi a Ina C.- hizo una pausa pero yo estaba demasiado sorprendido.- Estuvo en mi casa.
--- Nunca me imaginé que supiera tu dirección.
--- No estoy seguro de cómo la consiguió, pero eso no es lo que me dejó confundido. Fue la forma ¿me entiendes?, la forma en que se presentó. Escucha, Zaid, todo esto es demasiado extraño. Ser encontrado por ella, luego encontrarte a ti. Empiezo a creer que Ina tiene razón y algo sobrenatural empieza a hacer de nosotros su sombra.

>> Los martes me gusta mirar a oscuras la televisión. Ya sabes. Los martes. En ése en particular, llovió demasiado y cayeron gotas de las hojas de los árboles durante horas.

>> Alguien llamó a la puerta usando la chicharra original y me pegó un susto de muerte. Todos saben que odio los timbres; por eso instalé aquella campanita ridícula. Como sea, alguien había llamado a la puerta y yo me apresuré a atender. Por la mirilla distiguí una figura menuda, de cabello lacio y negro escurriendo por la cara. No pude distinguir a Ina hasta que abrí.

>> Estaba empapada y tiritaba. Le tomó minutos completos levantar la vista, fija en el piso. Seguramente corrió horas bajo la lluvia y no quise parecer grosero haciendo preguntas en el frío.
La tomé del brazo y la hice pasar hasta la sala, donde la senté en el sofá. Era como su me mirara desde lejos. Con la toalla más limpia que pude encontrar, le sequé el cabello y el agua que todavía resbalaba por sus hombros desnudos. Accedió de buena gana a ponerse una de mis viejas piyamas de escolar. Coloqué entre sus manos una taza caliente de café y me llamó la atención un anillo plateado, demasiado brillante, con florecitas de cristal cortado que se entrelazaban en su dedo.
--- Conozco el anillo.- lo interrumpí.- nunca le pregunté, pero sospeché desde siempre que se lo había regalado A.
--- No creo que A. se lo haya comprado, pero sí que Ina lo hubiese comprado y sólo lo usara cuando A. estaba presente.
--- Eso es absurdo.
--- No, no lo es. Conociendo a Ina, debió ser algo totémico. Una especie de amuleto.
--- Ella odiaba la bisutería.
--- Precisamente. Por eso creí que el anillo sería importante en su historia desde que lo vi.

>> Después de horas de silencio, cuando las bombillas de la calle comenzaron a encenderse, Ina confesó haber recibido una llamada de A., citándola en el lugar de su vieja oficina. Aunque llevaban mucho tiempo sin saber nada el uno del otro, ella decidió no desconfiar y aceptó el encuentro. Con  reservas,  en el fondo emocionada y hasta algo complacida, llegó antes de la hora convenida. A. no estaba el punto de reunión.

--- No me sorprende.
--- No, Zaid. Espera. Al principio, Ina creyó que se había retrasado o que había llegado demasiado temprano, pero era así. Después de una hora y media, decidió entrar por su cuenta a la oficina y es aquí donde las cosas dejan de tener sentido.

>> Ina conocía el edificio bien, había estado allí miles de veces, pero esta vez estaba irreconocible. Según ella, era como si las paredes, el piso, incluso la luz, hubieran cambiado de color y los techos se hubieran reducido. Los ecos regulares habían cambiado también; el sonido parecía húmedo y las palabras cortas. Caminó más de la cuenta por el pasillo solitario hasta la puerta de la oficina de A.. Trató de mirar por la ventanita de cristal, aunque no la alcanzó ni de puntillas. Entró y lo que vio la dejó perpleja. Efectivamente, A. estaba ahí dentro como si se hubiera olvidado de Ina y del exterior, pero la oficina había dejado de serlo. Ahora parecía un amplio salón de clases con butacas de paleta para zurdos. En ellas, como eperando su turno, había otras mujeres que describió como "modelos"; ya sabes, esas mujeres altas de miembros demasiado delgados y caras lánguidas de las que nos burlábamos en la universidad.

>> Ina se sintió incómoda al no poder distinguir una de otra, pese a que había unas 80 personas ahí. Era como si todas llevaran el mismo cabello, o los mismos ojos prestados.
Cuando distinguió a A. en el fondo, trató de aproximarse a él, cortando la mirada inquisitiva de las mujeres: todas estaban en ropa interior, todas de color blanco.
Se sentó en un lugar vacío frente a él. Éste la saludó con una sonrisa y un ligero movimiento de cabeza para luego pareció concentrarse en algo al frente del salón: Cada mujer era llamada por orden y examinada frente al resto por un sujeto sentado en un escritorio.

>> Entonces Ina notó algo horrible: las cicatrices. Todas esas mujeres tenían terribles cicatrices en los muslos, en los brazos; Algunas en la cara. Eran marcas grandes y profundas, de color rojizo, como si alguien hubiera extraído grandes cantidades de carne y músculo por debajo de la piel.  El conjunto de esos miembros delgados, de la piel casi pegada a los huesos, de la homogeneidad y  las heridas vestigiales hechas, exhibidas con tanta violencia, la aterrorizó. Mientras tanto, A. lo contemplaba todo como si tomara una clase en la facultad. Ina se volvió hacia atrás sólo para encontrar la mirada de A. perdida allá, en el frente. Sintió tanto pánico que abandonó el salón, corrió por el pasillo y se adentró en la lluvia que caía sobre la calle. No se detuvo hasta que estuvo frente a mi puerta que, créeme, queda lejísimos de ahí.

--- ¿Hace cuánto pasó esto?.- pregunté. Entonces ya estaba bastante confundido.
--- Hace como dos semanas.
--- ¿Tratas de decirme que este tipo la llamó y para observarlo escudriñar a otras mujeres?
--- No. Ina dice que lo que más le aterró fue su mirada.
--- ¿Del tipo "examen ginecológico" o "evaluación de un buen automóvil"?
--- No. Dice que era completamente pasiva. Sin ninguna pizca de emotividad. Como si A. llevase  ahí todo el tiempo del mundo y estuviera completamente cómodo con la situación, o peor: le diera completamente lo mismo, pero sin llegar a aburrirse.

>> Le dije a Ina que podía quedarse a dormir en el sillón y cerca de las 3 am la dejé para irme a la cama. A la mañana siguiente, ya no estaba ahí. Se había ido y se había llevado la piyama, aunque la toalla mojada seguía sobre el sofá.

Comenzaba a sentirme fuera de mí mismo, escuchando esta conversación desde una tercera persona:  como si yo fuera uno de sus narradores impersonales. Pensaba en Ina y sus dedos diminutos. Pensaba en el anillo. Pensaba en si era creíble o no la historia que acababa de escuchar. Ella se había esfumado de tal forma de mi vida que cualquier espejismo de su existencia me ayudaba a concluir que no estaba loco. Que Ina existía.
Y que desgraciadamente, también A.


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