lunes, 6 de julio de 2015

El Muro

La noche anterior hizo frío.
A. se había levantado de su escritorio con una parsimonia casi hipnótica, para no permitir que los escalofríos se apoderaran de su cuerpo. Había reptado despacio hasta la cama y, quitándose los zapatos, se introdujo como un gusarapo vestido. Tiritó.  Sentía un dolor cansado en la cintura, como si la cadera fuera a despegársele; entraba por la ventana una oscuridad imperfecta, con luces parásitas de  postes y  vecinos. A. se revolvió y le dio la espalda. El frío seguía ahí, encogido con él, y lamentó para sus adentros otra noche más de insomnio. Pero el sueño lo alcanzó, en oleadas, dejando sobre la arena un rastro de escenas inentendibles; supultándolo hasta quedarse dormido en el agua helada.

Abrío los ojos. Tenía la nariz tapada y el cuello más adolorido que nunca. Asombrado notó que no cambió de posición durante el número pequeño e impar de horas que estaba convencido haber dormido. Giró despacio, primero las piernas, luego el tórax, finalmente la cabeza y entonces lo vio: haciendo sombra, del otro lado de la ventana, estaba El Muro.

Salió de la cama desorientado y se aproximó, sabiendo que no era estúpido lo suficiente como para confudir el sueño con la vigilia. Abrió la ventana, que era corrediza, recibiendo en la cara una corriente, un viento veloz que parecía circular paralelo a la mole de concreto que había sumergido su habitación en la penumbra.

El muro crecía desde la calle, cuatro pisos más abajo, y culminaba a un metro por encima de su cabeza, de modo que aún distinguía el cielo de la mañana. Estaba tan cerca que, extendiendo la mano, pudo comprobar que era frío y muerto al tacto; hecho de bloques rugosos, con una pesada mezcla gris entre las juntas. A. reconoció con asombro que la parte de arriba del muro exhibía muestras tempranas del deterioro característico de la humedad y el sol:  algunas lenguas de moho  caían hacia la tierra y la mezcla de las uniones abría zurcos por los cuales cabría un dedo, de vez en vez... como si llevara bastante tiempo, quizá años, ahí.

Con la ropa del día anterior, A. salió con prisa hacia la calle, cubriéndose con una chaqueta ligera y calzado de pantuflas. Abajo parecía mucho más imponente, casi tiránico. Partía la acera por la mitad y se prolongaba, invadiendo la avenida. Incluso irrumpía entre edificios como un inmenso parásito: se apoderaba despacio de la ciudad. Comenzó a sentir algo en el estómago, angustia quizá. Miró hacia delante, hacia atrás, pero el muro sólo continuaba, indiferente, con ese aire sobrenatural que lo recorría como si tratase de rodearlo. A. palideció. "¡Hey!" gritó, pero su voz chocó contra el concreto y volvió a él, ahogada. Miró a su alrededor, con la expresión descompuesta, pero estaba solo; no había personas, no había autos circulando. No había caos. Se frotó el rostro con las manos frías y comprendió que lo que fuera que hubiera pasado la noche anterior, lo había separado del mundo.
Lo había aislado para siempre.

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