sábado, 11 de julio de 2015

La Máquina

A.;
      procuraré dejar esta nota en un sitio accesible; en un entrepaño del librero con la altura adecuada, en medio de las páginas del libro que comenzarás a leer. Cuando eso suceda probablemente ya estemos muy lejos, a distancias irreconciliables. No sé si para entonces me siga creyendo que tú, que este mensaje, son reales. Que yo soy real.

    Quiero dejarte esta nota porque necesito que sepas, que estés prevenido: anda por ahí un impostor.
    Esa tarde terminamos La Máquina. Como proyecto no me entusiasmó demasiado, pero el resto de los muchachos parecían estar a gusto con ella y preferí guardar silencio. Cuando Johnatan la conectó a la electricidad, pensé en soltarla de inmediato porque temí que las hélices expuestas mutiliran alguno de mis dedos. «Oye, John» dije «tengan cuidado con esto, es peligroso» pero apenas se inmutaron, él y los demás. Una vez puesta sobre el suelo, La Máquina andaba a la perfección y estaba lista para ser exhibida en el concurso. Aunque no estaba completamente terminada, asomando cables y cinta de aislar, más como un ready-made que un proyecto de feria científica, sentí alivio, faltaban apenas 4 horas para la presentación y contábamos con el tiempo justo para llegar. Miré con nostalgia hacia tu cubículo, en el segundo de piso del edificio principal, al final de aquél largo corredor, pero no estaba convencido de ir a buscarte, no sabía  si aquella pelea que recordaba era real o uno de los muchos sueños que me traicionaban estando consciente. Como fuera, el transporte aún no llegaba y no era algo que tomase más de unos minutos irte a saludar.

Reuní valor y subí las escaleras. Desde tu piso miré a mis amigos, haciendo corro al rededor del chunche quejumbroso y sentí algo de exitación al acercarme a tu puerta. A cinco pasos me pareció escuchar tu voz, mezclada con otra, femenina, pero al atravesar el umbral constaté que estabas solo, frente a tu monitor, al final de una larga hilera de sillas de plástico y computadoras vacías. Cuando me acerqué sonreíste con cortesía, casi sin apartar la vista de tu trabajo. La sonrisa idiota se me cayó de la cara pero no pareciste darte cuenta. Me aproximé más y te conté sobre La Máquina. Te pusiste de pie para abrazarme con prisa, sin cerrar esos ojos llenos y tranquilos. La distribución de tu peso era diferente, más compacta. Te encorvabas menos para apoyar la barbilla sobre mi hombro, como si hubieras estado a mi altura toda la vida. Casi al momento, te apartaste: Un hola y un adiós, un felicidades que, aunque me entristecían, sobreentendí bastante bien.

Me despediste con un ligero ademán de cabeza y una sonrisa de amabilidad impersonal, la misma que le dedicas a todo el género humano como gesto de filantropía. Yo no supe qué decir. Sólo abrí grandes los ojos, creo y llevé conmigo a la salida una profunda sensación de fracaso. Volví a donde estaban Johnatan y los demás, pero no los encontré. Tras un par de miradas a mis alrededores y otras tantas llamadas, inútiles y neuróticas, entendí que se habían marchado sin mí. Volví y me senté en las escaleras, pensando en nada concreto. Sin querer, volví a pensar en ti. En tu abrazo de hielo, en tus ojos tranquilos y esa amabilidad inexpresiva llena de palabras cordiales, utilizadas con un coloquialismo abrumador.

No entendí cómo pude ser tan idiota: ése no eras tú, no eran tu cara, ni tu complexión, ni tu voz. Acaso y vagamente tu cabello. Subí furioso y encontré al impostor orinando en el sanitario. Dándole a penas tiempo de terminar, lo cosí a preguntas, dejando caer sobre él toda mi ira y mi desesperación. Lo percibí pequeño entonces, casi atemorizado, pero aún amable. Le exigí que me acompañara afuera, estaba dispuesto a pelear, si era necesario, pero se rehusó a abandonar su muralla de fría civilidad. Primero fingió no comprender lo que sucedía y aseguró tratarse de ti, de A., pero no le creí: Esa sonrisa de dientes pequeños y profundos no me decía nada.

Hubo un cambio feroz: me tomó de los brazos y, acercando su rostro demasiado al mío, sin gritar (cosa que yo había hecho desde el principio), me dijo: «No me culpes de algo de lo cual no soy responsable. No me haré cargo de esto». Después se dio la vuelta y se alejó, sin mirar atrás. Me quedé estupefacto, mi enojo y mi seguridad se habían desvanecido mientras aquél muchacho parecía más pequeño, más moreno, más joven... pero el odio llegó en oleadas calientes, cada vez más intenso y lo seguí. Entré de nuevo en el que era tu cubículo, ahora habitado por el impostor. Dentro, como si nada hubiera ocurrido, éste conversaba con cierta coquetería con una chica llenita, de piel muy blanca y abundante cabello rizado que me miró con sorpresa y recelo por la forma en que irrumpí en el interior.

No tuve tiempo de ocuparme de ellos, porque me pareció distinguir una silueta encogida, cerca de unos triques arrimados en cajas a la ventana. Las cortinas de gasa eran mecidas por el viento. Alguien estaba allí sentado, con las rodillas abrazadas. Una sudadera negra cubría por completo su rostro y su cabeza, dejando escapar unos mechones largos y ondulados de cabello castaño. Caí de rodillas a su lado y comencé a frotar su espalda, que me pareció enorme y conocida. Puse mi mano en su hombro, cálidamente familiar. Pensé que te había encontrado al fin. Imaginé que te habían hecho algo terrible y quise calmarte en un susurro, con lágrimas.

Le dije: «Estoy aquí. Ya estoy aquí. Volví por ti. Vámonos. Levántate conmigo.» Pero aquello no respondía. Seguía duro e indiferente a mi contacto. Entonces tuve miedo y quise apartar la sudadera para acomodar su cabello, pero debajo de ella había una prenda distinta. Me pareció muy extraño y tiré nuevamente de ella. Otra prenda más, esta vez una que reconocí mía. «Imposible», me dije, quitándola de enmedio, pero más y más tela se interponía, sin importar mi esfuerzo y mi desesperación. Era un cubrir interminable, una máscara infinita puesta en algo que no debería tener rostro alguno. Entonces oí una risa profunda, emanada directamente del centro de la Tierra que resonaba con pisadas graves en mi estómago.

Aquello comenzó a incorporarse, dejando caer al piso una cantidad imposible de prendas y cortinas. Tuve terror de mirar su rostro, tuve temor de todo ello y me alejé de él a trompicones, dispuesto a correr lo más lejos posible de allí. Pero el primer impostor me tomó desprevenido, en medio de la huida y me sujetó, esta vez con una fuerza sobrehumana y una sonrisa que no me pareció amable. Con un sólo brazo volvió inútiles los esfuerzos de mi torso por liberarse, mientras que con la mano libre sujetaba mi cara para hacerla volver y mirar lo que sea que se aproximaba a mí: negro e incompleto, lleno de ese olor que reconozco como tuyo.

Tuve miedo. Tuve rabia. Tuve tristeza. Sentí un odio y asco prehistóricos, de origen monótono y oscuro, que me daban naúseas. Tuve una ira terrible hacia mí mismo y un terror atroz por aquello que  se aproximaba. Luchaba por mantener los ojos cerrados: no quería mirarlo.

Debió ser suficiente porque algo consiguió hacerme libre, no sé qué fue. Cuando supe, estaba muy lejos del edificio principal, caminando a grandes zancadas rumbo a casa, mirando frenéticamente sobre mi espalda.
    Justo ahora, empaco y escribo esta nota.

    A., donde quiera que estés, vuelve pronto, pero no a ese sitio. O hazlo con mucho cuidado porque encontré, en tu escritorio, a un impostor y con él está... está...
algo que... no puedes ser tú.
No puedes ser tú.
Sólo no puedes ser tú.

Se disculpa:
Z.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario