sábado, 2 de abril de 2016

El poema del Mantícora o la parábola del Último Cazador

El joven volvió después de un largo tiempo a la ciudad de Uhm, esperando encontrar una parte de lo que había dejado atrás.

De niño vio una nube de cuervos levantarse sobre el campo, después de una batalla, y vio cómo un soldado disparaba su ballesta contra las aves, como enloquecido. Gruesos sacos de plumas negras caían, metros más allá. Los cuervos estaban gordos: había abundancia de cadáveres. Así que el niño del recuerdo, tomó los que pudo cargar y los llevó a su madre para que los cocinara.

En la Ciudad de Uhm había hambre. El hambre es amiga de Guerra y casi siempre vienen juntas. Por eso, mientras comía estofado de cuervo y nabo, se sentía especialmente optimista y pensaba en la plancha azul, sin una sola nube, sembrada de sombras negras avalanzándose sobre los campos, deteniéndose de pronto, con las alas en cruz, arrojando contra el cielo el graznido de su muerte. El niño del recuerdo pensaba en las aves negras y pensaba también en dragones, así que ese día se convenció de que haría de sí mismo el Cazador de Dragones más grande de todos los tiempos, aunque nadie había visto un dragón, en al menos cien años.

Salió de Uhm, que para entonces ya era una ciudad de mujeres ancianas y niños pequeños, y viajó durante meses a la Ciudad Fortaleza donde la tradición mantenía viva la última academia de cazadores. Pasaron los años y se graduó con honores, asesinando a la serpiente enorme que devoraba rebaños enteros, en una población cercana. No era un dragón, pero era algo parecido, y ante la escasez, la academia había aprendido a ser flexible. Volvía pues, a su ciudad, con el sello de la Ciudad Fortaleza y un manto de escamas doradas por encima de sus hombros.

La Ciudad de Uhm había prosperado y nadie entendía por qué. Un día las batallas comenzaron a ganarse y los hombres dejaron de morir. Las luces del castillo, muerto sin su señor, se habían encendido, una noche, y los campesinos murmuraban el regreso de un príncipe fantasma, esbozado de seda, con grandes ojos de pestañas largas y oscuras, que nadie había visto por sí mismo. Los animales comenzaron a reproducirse, los granos a germinar, la riqueza a repartirse. Los cuervos estaban gordos, pero de trigo. Era como un sueño, como la calma que viene después de las pesadillas.

Cuando el joven cazador volvía, encontró las paredes del castillo cubiertas de hiedra y flores. Pero lo que más le sorprendió fue un cartel, clavado a una entrada de servicio, que ponía: "Se busca Cazador de Dragones".

Al principio se sintió desconcertado. Después tuvo que convencerse de que era de verdad. Tocó la puerta y abrió un criado joven, casi un niño. Cuando sintió el brillo de las escamas reflejarse en sus ojos, abrió la boca muy grande y no hizo preguntas. Comenzó a llamar a voces a otra criada, apenas unos años mayor. La muchacha se acercó al cazador y lo miró con desconfianza.
–– ¿De verdad mataste un Dragón? -- le preguntó.
–– No. – respondió él – Pero puedo asegurarte que hay cosas peores y mucho más peligrosas.
–– No lo dudo. – respondió la sirvienta. Tomó de la bolsa de su delantal una argolla con llaves de hierro y condujo al cazador a través de la cocina, y luego de la lavandería, abriendo y cerrando puertas, hasta un pasillo de piedra en el interior del ala principial del castillo. Los cubría una penumbra suave, iluminada por la llama de las antorchas. La criada tomó una y la luz se derramó sobre su rostro: era muy joven, estaba cubierto de pecas. Puso sus ojos oscuros sobre los del cazador, se repitieron en ellos la forma de las llamas.
–– Toma la luz y toma esta llave. Vas a caminar hasta el final del túnel y abrirás una puerta. Aproxímate con cuidado, vigila siempre el piso. No cruces la línea de tisa y sobre todo: no la mires a los ojos. Dale un vistazo rápido, con suerte esté dormida. Cuando te hayas convencido de que es mejor volver por donde viniste, volverás aquí y te coduciré a la cocina, te daremos algo de comer y luego te irás, como si nunca hubiera habido cartel alguno, ¿entendiste?. Qué bien.

El cazador apenas habría la boca, cuando la criada le tendió la antorcha y puso una llave pesada en su mano derecha. Se dirigió al final del pasillo, donde la oscuridad era casi total y se escuchó el sonido pesado y metálico de muchas cerraduras. El chirrido de la puerta se repitió en el eco del túnel infinito que acababa de abrirse frente a ellos, como una boca profunda que se perdía en las entrañas retorcidas de un gigante.

El cazador tragó la saliva y echó a andar. En cuanto se hubo adentrado lo suficiente, la sirvienta cerró la puerta con todos sus cerrojos.
–– Anda. – escuchó su voz apagada, pegada al otro lado – no está tan lejos como crees.
Pensó de nuevo en los cuervos de su infancia, en la Academia de Ciudad Fortaleza, en la serpiente que mató, y sin querer sujetó el manto con la mano en que la muchacha había puesto la llave. Era realmente gigantesca, la serpiente. Engullía vacas completas. Erguida sobre su abdomen, silbando con el capuchón abierto, como las cobras, alcanzaba siete metros. Su sombra ocultaba la luz del sol. Fue una batalla fiera, donde el miedo y la ira cegaron sus recuerdos, pero al final, maltrecho y malherido, bajo el peso de la alimaña que había apuñalado hasta la muerte sobre él, se sintió un Cazador hecho y derecho.

La oscuridad del Tunel era tan intensa que la esfera de luz a su alrededor, se extendía pocos pasos hacia adelante. Olía a humedad. Y a incienso, de alguna manera. A la serpiente la había matado a plena luz, un día de verano. No se imaginaba luchando contra una fiera en la oscuridad. La idea le parecía aterradora. Justo cuando sus nervios alcanzaban un nivel extático, apareció frente a él una puerta de marfil, labrada con inscripciones de oro en un idioma que no consiguió descifrar. Tenía una cerradura lujosa, adornada con una cabeza de león cuyas fauces siempre permanecían abiertas. El cazador tomó aire e introdujo en ella la llave de hierro. El cerrojo se quejó, abriéndose con un ruido sordo. El cazador empujó la puerta, que era pesada y fue recibido en una bóveda espaciosa, perfumada con resinas y especias, por la luz de muchas lámparas de aceite. En la cúpula había un candelabro de oro y rubí. La luz de las llamas iluminaba la estancia completa, en una explosión rojiza y perfecta. El piso era de alabastro pulido, completamente blanco. Confundido por tanta opulencia, dio unos pasos temerosos y se adentró. Llevó su vista al piso y se encontró caminando encima de la impresión de un pentagrama.

–– ¿Y tú cómo te llamas? – escuchó de pronto una voz. Era femenina y masculina, a la vez; metálica y musical, como una flauta de bronce. Entonces la vio frente a él y la antorcha que sostenía cayó al piso: tan alta como un hombre de pie, con el cuerpo de un león de pelaje rojo resplandeciente; con la cola larga y exquisita terminada en en un aguijón del tamaño de su antebrazo, la criatura había extendido su largo cuello, flexible como una caña joven, hasta él, para mirarlo con un rostro bello de mujer, cubierto de cicatrices. Los labios eran finos y elegantes, pero la abertura de la boca se extendía hasta las orejas, cubiertas de aretes enjoyados. Sus ojos eran grandes, pero su semblante era triste. Sobre ellos se extendía un velo gris, y no se posaban sobre nada en específico. - No tengo un nombre, pero aquí me dicen Aleph.

La Mantícora estaba ciega.



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