martes, 12 de mayo de 2015

Interludio

Yo vine aquí por voluntad propia, nadie me obligó. Cuando Ezequiel S.  se esfumó; se perdió en el vacío entre la vida de los otros y el paso del tiempo, comprendí que era mi único amigo. La forma en cómo el resto simplemente se había desecho de él, como un presencia que jamás hubiese existido de manera tangible, una sombra a medio día, nimia, intrascendente, me había llegado de ira. Pero mi naturaleza es cobarde. Soy incapaz de enfrentarme con nadie, soy un miedoso. Temo a las personas de la misma forma en que a los engranes de un reloj descomunal que no cesa  de desdeñar el tiempo, de señalar las horas de comer, de dormir, de ser feliz o de estar triste. Ezequiel se salvaba del aquel  monstruo porque era inmune al llamado del metal, se permitía el ser valiente. En cambio,  yo marchaba con las manecillas humanas, echándome al hombro los segundos aplastados que otros dejaban muriendo tras de sí.  Envidiaba la forma en que mi amigo navegaba,  triste y solo, pero a salvo del molino de carne al que todos sabíamos que nos dirigíamos con seguridad y absoluta indiferencia.
Vine a buscarlo porque le echaba de menos. Vine a buscarlo porque intuía que algo no estaba bien.

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