viernes, 8 de mayo de 2015

Ezequiel S. IV: Los caminantes o el sueño del Pianista.

   Fueron ellos.
   Ellos lo comenzaron todo.
   Por las noches, yo hacía como que dormía y entre sueños escuchaba su andar taciturno   más allá de la habitación. 

   Te lo digo: fueron ellos. Entonces las puertas cumplían  la misión que toda puerta que se precie de serlo conoce: delimitar el "Dentro" del "Afuera" en silencio. Yo los oía arañar la duela del pasillo con unos pasos diminutos e irregulares; me los imaginaba sin rostro, sin número, como ovinos calzados con zapatos, mientras en la neblina del sueño, exhalaba un músico y un piano triste.

   A veces sólo parecía haber uno.
   A veces muchos.

   Pero el temor nunca consiguió levantarme de la cama y el piano sólo se oía, llorando.

  Me sentía seguro detrás del picaporte. El rumor de los visitantes se volvió un hábito, también el sueño del pianista que me parecía pequeño sentado frente a dos pliegos enormes y amarillos.

   Los sentía en la piel, los sentía recorrer mi apartamento moviendo objetos pequeños de lugar como si los recolocaran. Era una acción parsimoniosa que les tomaba noches enteras, hasta bien entrada la madrugada. A veces alguno tomaba un objeto que otro acababa de depositar, llevándolo consigo hacia otra parte; era una canción eterna e inútil. Todo esto lo sabía yo, sin necesidad de presenciarlo, cobijado por la penumbra de mi habitación apenas perturbada por la música del piano. Sin cerrar los ojos, veía la silueta del pianista en la oscuridad, dándome la espalda. El papel de las partituras emitía un brillo sobrenatural; con el arrullo de los caminantes producían en mí un efecto esombrecedor. Me gustaba su pelo rizado, recogido en una coleta baja. Me gustaba como apenas se movía tras de sí. Trataba de concentrarme en sus manos, pero todo el mundo sabe que en los sueños las manos son  monstruosas y no conseguía distinguir otra cosa que falanges sin órden ni número alguno; delgadas y articuladas como artrópodos mecánicos, directamente unidas a una bisagra de apariencia ósea, orgánica, que jugaba de muñeca. Veía estas manos perdidas casi por la penumbra, asombrándome de cómo el piano sonaba tan bien aunque yo no distinguía en ellas el movimiento periódico del presionar las teclas.

   Por la mañana es sol traía el mismo brillo que sus notas: amarillo y enorme y, al salir de la habitación, comprobaba que todo en mi apartamento permanecía como yo lo había dejado, pese a la intensa actividad de los caminantes. 

   No pude percatarme de que, sin bien nada me hacía falta porque todo lo mío era fiel a su lugar, a su orden sostenido por alfileres como  mariposas muertas,  aparecían cosas nuevas. Objetos pequeños: trompos, cuerdas, libros, plumas. Juguetes de madera, huevos de aves, nidos muertos. Latas de conserva, moños de niña. Pequeños objetos traidos de épocas distantes, de recuerdos necróticos, perdidos más allá de la esquina en que el pianista ejecutaba, en silencio, esperando la noche para romper el miedo con sus manos de fantastma; con su una sonata y su suspiro desnudo. 

   Es como si durante el día me hubiese quedado ciego y fuera incapaz de percibir al pasado acumulándose; cochambre y necio. Al terminar y estallar las estrellas en lo alto, el cielo se abría y yo conseguía ver más allá de los muros y las horas y los días. 
Fueron ellos. Trayendo trozos míos, de mí. Robándome pedazos todas las noches, llenaron el espacio con sus gritos sin voz, con sus manos de hielo y sus oídos. Trajeron todo esto. Robaron todo esto. Y poco a poco el llanto y el insomnio comenzaron a crecer en las paredes, comiéndose el papel tapiz. 

   La humedad creció como un árbol, formando ramas en los muros y bajo las puertas. La duela crujió como nunca. Los caminantes trabajaban en el mayor de los silencios reacomodando, contruyendo esta vez pilas, cúmulos de objetos cada vez más pequeños, cada vez más indistinguibles. 

   Finalmente las puertas dejaron de cerrarse.
   Y el día en que un ave negra, con cuatro alas, rompió el cristal de mi ventana para morir dentro, dejé de dormir.

   El pianista me miraba, con sus ojos oscuros. Esta vez con las manos perfectas, con cinco dedos hermosos y bien formados, no tocaba su música: con una calma atroz, separaba trozos de papel uno a uno y los llevaba a su boca. Según devoraba las partituras, yo  comprendía que el día no volvería, que el pájaro nunca acabaría de morir y me atormentaría con su odio y su agonia... y que el piano no había dejado nunca de sonar.



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