lunes, 16 de marzo de 2015

Muerto el Perro

Muerto el perro, se acabó la rabia.
Una vez muerto el perro, claro. Una vez que se halle muerto. El perro. La Rabia.
Una vez muerto. Debiera.

Pero de nuevo el perro mordiéndose la cola, a la vista de todos, con los colmillos amarillos, con los ojos amarillos y las lunas amarillas de los días.

De nuevo la Rabia, la de siempre. La de todas las noches, silbando en el oído profundo, creciendo, soñando como el cáncer, en su guarida secreta.

Crezco con la rabia. Crezco y mato al perro, todos los días, pero no hay fin; es el círculo, el eterno retorno a lo mismo: a mí misma, a la rabia, a rascar la barriga del perro que me mira, con los ojos amarillos de ternura. Y así lo estrangulo, con más de varias manos, llena de algo que borbotea.

El perro me mira morir de rabia.
Nazco y crezco en él, todos los días. Es una muerte infinita.

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