lunes, 9 de marzo de 2015

Las Aventuras de Ezequiel S. III

    Ezequiel S. llevaba sobre la cara una sombra oscura de varios días sin rasurar, una piyama azul con rayas blancas deslavadas y los pies descalzos. Por la textura oleosa y el desorden en su pelo adiviné  que llevaba días sin asearse. Los anteojos metálicos que antes me parecían dos peceras de cobre  estaban más torcidos que nunca y a través del cristal eran notables las lunas grises, violáceas hinchando sus ojos. Comprendí que tampoco había dormido.

    Nos miramos un rato. Me sentía estremecido, no sabía qué decir, no habría podido decir nada. Para mí era el infierno... aunque mentiría si no admitiera que en Ezequiel yo siempre vi el infierno tras de él, como si lo siguiera por dentro; creciéndole como a los árboles las ramas, y él y su alma tuvieran que librar una batalla feroz contra la maleza todos los días.

    Quien bajó los ojos primero fue él, concentrándose de nuevo en su tazón improvisado y haciendo ruido con el cuchillo de vajilla. Su nariz se enrojeció, la piel de su cara circundante se hizo más plomiza. Con pesadez, levanté mi cuerpo del suelo y coloqué la puerta en posición de cerrado lo mejor que pude; jalándola primero con fuerza, después rozándola con la yema de los dedos, sujetando con suavidad el picaporte, suplicándole con la postura del miedo y mis labios dibujando una interjección de silencio. Pero era una puerta obstinada. Una lengua de luz siempre conseguía escapar al exterior, perdiéndose en la hostilidad de aquel universo ennegrecido. Me di por vencido, con un suspiro infatil. Me invadía, como cera, una sensación de irrealidad que mantenía la piel de mi nuca erizada, pero me impedía sentir cualquier tipo de pánico. Sujetando mis cabales, me volví. Todo este tiempo inútil peleándome con una puerta inútil... había sido apenas un parpadeo, pero sentía en mi paladar como si la saliva se hubiera aglutinado por días. Ezequiel S. había dejado la taza sobre la mesilla. Sostenía aún el cuchillito, romo, inofensivo, con firmeza por el mango, sin ninguna actitud amenzante, mirando el piso. Noté que mis manos se sentían sucias; al incorporarme, la tierra en el mosaico de Ezequiel S. se había abierto camino entre mis dedos, entre las líneas de la palma. Las sacudí en un acto involuntario y di dos pasos hacia el frente. Ezequiel S. lloraba, su nariz enrojecida era una cascada transparente de mucuosidad, sus ojos se escondían. Lloraba sin hacer ruido, siempre en la misma posición de derrota; los hombros caídos, el cuello relajado, apenas estremecido por su respiración, entrecortándose. En un pequeño hipo, después de varios minutos, profirió:

--- Es la humedad. La maldita humedad. En este sitio ya nada  se cierra.



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