viernes, 6 de marzo de 2015

Las Aventuras de Ezequiel S. II

Permanecí en un silencio frío lo que me pareció una eternidad. 
Me sentía traicionado, pero no entendía bien por quién o hacia qué. Mi cuerpo había dejado de reconocerse; sentía mi piel mi tacto ajenos, algo en mi interior balbuceaba que si no me concentraba, que si no hacía el esfuerzo consciente de mantener mis ojos, mis brazos, mis dedos en su lugar: articulación por articulación, tejido por tejido, me desmembraría ahí mismo. Conservaba, intencionalmente, una respiración regular; el ritmo, la frecuencia de cada repetición era el único reloj confiable que poseía, aunque no entendía del todo de qué me serviría medir aquello que yo me aferraba a comprender como tiempo. En mi oído izquerdo comenzó un zumbido vago. Pensé con temor, hasta con cierta ternura en Ezequiel S., escondido varios pasos adelante, en el camuflaje de su soledad, empotrada a la piedra. Aunque las palmas de las manos me hormigueaban, no sentía miedo. La ansiedad me cerraba la garganta, pero mis cinco sentidos y yo habíamos convenido en que nada de aquello podría provenir de la realidad, directamente. Quizá era todo una alucinación. O un pedazo de la pesadilla que Ezequel S. soñaba en el interior de aquel resplandor tímido.
Comprendí entonces por qué la luz al final del tínel me había parecido tan regular, tan geométrica: su puerta permanecía entreabierta, hacia afuera, como esperándome. El ruido en mi oído izquierdo se incrementó. Me animé a dar unos tímidos pasos hacia el frente, tratando de no concentrarme demasiado en las palabras... ¿ las palabras?. Sí, dentro del tímpano se repetía una voz femenina. Hablaba demasiado rápido, demasiado bajo, susurrando, llorando una súplica que yo no distintiguía, excepto por pequeñas interrupciones de llanto, o por silencios intermitentes. Me detuve en seco, arrugando el entrecejo, sólo para percatarme que el sonido de mis pisadas se detuvo ligera pero significativamente después; un algo me seguía, cubriendo la distancia de sus pasos con los míos. Comencé a a andar de nuevo, esta vez con lentitud. La voz continuaba murmurando su plegaria gris, sofocada en la oscuridad. Estaba clarísimo: un eco imperfecto me acompañaba, aún lejos,  antinatural . Una vez más  repetí el experimento: puse el talón derecho frente a mí y poc, distinguí como propio su sonido. Atrás de mí, ahogado en el algún punto del pasillo, escuché un tap con algo de retraso. Continué dibujando el contorno de mi pie sobre la planta, con mucha suavidad, procurando no levantar ruido alguno. Más allá, a mis espaldas, produciéndome un golpe de sudor helado, escuché un shhh; como si el zapato imitador arrastrara apenas la suela sobre el piso. Finalmente, la punta de mis dedos en su calzado deportivo produjo una especie de tip, temeroso. Más desfasado que nunca, más aterrador que nunca, más presente que nunca en medio la voz que no cesaba de rezar, con una rabia efusiva, en aquel idioma inentendible, atrás de mí el aire se turbó en un pocu. Me dolía el oído y tuve que cubrirlo con la palma de mi mano; la plegaria continuaba siendo un susurro, no había cambiado en nada, excepto en la impresión de su proximidad. Era como si la distancia entre el recuerdo torcido de aquella mujer, de aquella tristeza aplastante, y mi cerebro desapareciera por completo. Ahora la distinguía a la perfección:
--- ... roma ut ed amall al senozaroc sortseun ne edneicne.
No era un idioma extraño: las palabras iban de adelante hacia atrás, surgidas en un el pasado y precipitándose con prisa hacia el futuro; el presente era en su caída una coincidencia atroz. Sin necesidad de mirar, sin hacerlo, sin querer hacerlo lo supe; mi mente comenzaba a funcionar también en ambos sentidos: de adelanta hacia atrás y podía reconocer aquello que jamás habría de comprobar, recordándolo desde un remoto porvenir: lo que me seguía  caminaba de espaldas. 
Lo que me seguía no solo andaba con los pasos invertidos: había echado a correr, moviéndose retrógrado y monstruoso, a  velocidad vertiginosa, en mi dirección.  Había que ser un completo imbécil para quedarse de pie e hice lo propio. El techo se reducía, según me aproximaba a la luz. Tuve que agacharme para no comerme los detalles del cielo raso. Alcancé la puerta, diminuta, (familiar, extrañamente familar)  y encorvado hasta el piso, penetré en la habitación de Ezequiel S., tratando de cerrar la puerta tras de mí.
--- No te molestes -- dijo su voz desde un rincón, acompañada del ruido de sus mándibulas batiendo.-- Aquí hace mucho que ninguna puerta cierra.
Los carrera de aquello casi me daba alcance. Pero cruzó de largo la puerta que yo jalaba hacia mí con una fuerza que casi me hacía daño, con tal de mantenerlo fuera de la habitación y sobre todo de mi vista. Su rumor se extravió más allá, mucho más allá sin disminuir de velocidad, como si su tamaño se redujera con el corredor, de escalado infinito, y no tuviera necesidad de agacharse jamás. Era un pensamiento morboso que me daba naúseas... pero no se comparaba con el hecho innegable de que ese pasillo se prolongaba. 
Ya había dicho antes que Ezequiel S. vivía en el 9no apartamiento de la planta baja, siendo el último, EL ÚLTIMO, del fondo, ligeramente a la izquierda. 
Definitivamente ya nada tenía sentido. Me sentía destrozado, más allá de asustado. La sensación de un agujero creciendo despacio, como un tumor de tinta, de veneno, me hizo sentarme con la espalda apoyada en la puerta mal cerrada que, una vez dentro, había recobrado su proporción natural, ¿Por qué no estaba sorprendido?.
Al menos había silencio, la mujer de mi tímpano izquierdo había desaparecido.
Miré en la dirección de  Ezequiel S.. Estaba sentado frente una mesa de café con tres patas de nogal, mirándome desde el fondo de la habitación sin amueblar,  sobre un pequeño taburete. Al sonido de sus mandíbulas se le unía de vez en cuando el de la deglución; todo acompañado del tintineo persistente de un cuchillo de vajilla sobre una taza azul de porcelana. Me miraba impasible, llevando avena mal cocida a su boca una y otra vez, con el mango del cubierto bien sujeto por
el puño. A mi alrededor el desorden se había apoderado de todo: en el piso, sin otros muebles más que la mesilla y el taburete, había pilas considerables de objetos cuyos detalles no pude distinguir; a veces me parecían discos compactos, otras trompos y yoyos o  muñecos. Sobre las paredes colgaban indiscriminados dibujos, recortes de periódicos, notas de la lavandería, sujetos con cinta adhesiva. Quería llorar. Tragué una saliva amarga que sentí me mataría. Lo miré largo rato. Finalmente, exclamé:
---¡Maldita sea, Ezequiel!, ¡Maldita sea!.- pateando un cachivache genérico con ira.
El sonido metálico permaneció igual. Me limpié el sudor de la frente con unas manos que apenas eran mías de lo muertas y lo heladas.
--- ¿Qué? -- me respondió -- Ya no quedaban cucharillas limpias.


...continuará.

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