jueves, 5 de marzo de 2015

Las Aventuras de Ezquiel S. I

Estábamos acostumbrados a las excentricidades de Ezequiel S.; a sus silencios prolongados, al hipo impertinente que entendíamos por risa, con trabajos, cayendo caliente sobre cualquier intento nuestro de seriedad. Su mirada era vaguísima: dos peces oscuros y redondos, escurridizos, escondidos e inquietos detrás de unos aros de cobre que, según pasaban los días, me parecían cada vez más torcidos. 
Ezequiel S. tenía un torso de lombriz y un pelambre lacio y espeso, como lenguas de alquitrán,  en desorden por la frente. Su timbre era soñador, su aliento especiado. Podía pasarse horas contemplando una taza, una hoja reseca por el viento.
Estábamos acostumbrados, incluso, a hacer de él una presencia ausente. Su salud era vulnerable y su ánimo frágil, una buena parte del tiempo sobrevivía, enfermo, en una guarida peculiar de paredes completamente blancas por donde la luz se resbalaba, goteando en direcciones confusas. A Ezequiel S. no le gustaban los muebles porque odiaba las visitas. No le gustaban las visitas porque odiaba los ruidos. Odiaba el ruido porque odiaba el silencio y en general reía o gritaba porque odiaba a las personas.
Su misantropía consumada lo convertía en un tipo errático y no demasiado popular, pero pese a todo, continuaba siendo de mi agrado  por la gracia infantil con que conseguía que su torpeza se valorara como honestidad, aunque la mayoría de las veces ocurriese lo contrario.

Un día, sin embargo, no sorbía su taza de te de leche y clavo, en el cuarto oscuro y sin ventanas que tenía por cubículo, como de costumbre. Tampoco respondió mis llamadas. Temí que uno de sus ataques de hiponcondría al fin le hubiera arrojado en un hospital. Conservé la calma y alejé de mi cabeza el peor de los escenarios. Pero al otro día Ezequiel tampoco regresó. Tampoco habría de hacerlo al siguiente, ni al siguiente del siguiente. Mis llamadas continuaron siendo en vano y, para mi sorpresa, el mundo que ambos habíamos compartido apenas unos pocos días atrás, parecía indiferente a su desaparición. De alguna forma, mi amigo se había transformado en un macetero muerto cuya función, incluso cuyo atractivo se habían esfumado, continuando en el cuadro principal como un elemento prescindible; un ruido visual que los otros se conformaban con obviar hasta el punto de resultar imperceptible.

Decidí buscarlo en su guarida, en una calle poco concurrida de la ciudad, aún sabiendo que no disfrutaba las visitas, mucho menos las improvisadas. Yo estaba preocupado y me conformaba con verlo, quizá con escucharlo, con esa sonrisa triste de aturdimiento, detrás del otro lado de la puerta.
Me costó trabajo dar con su edificio, había pasado algo tiempo desde la única vez que estuve en él. Eran todos casi iguales: pintura marrón, no más de cuatro pisos, puertas de cristal. Cuando al fin lo conseguí, crucé un pasillo oscurísimo con helechos verdosos salpicando los bordes de las paredes, de vez en vez. Me sorprendió que algo pudiese seguir vivo entre el olor de los cigarrillos y el frío del azulejo. Recordé que de niño me gustaba el olor de los hoteles y sentí una chispa extraña de familiaridad que me hizo sentir incómodo. Se me había hecho eterno. Ezequiel vivía en el departamiento 9,  planta baja, al final de un pasillo que yo recordaba más corto y menos penumbroso, doblando a la izquierda. Su puerta era la última e imposible de confundir.
El estado de las paredes era lamentable, la pintura se caía y la humedad comenzaba a hacer estragos en los pliegues superiores. En algún momento remotísimo, el edificio debió gozar cierto abolengo, a juzgar por el mosaico italiano y la araña eléctrica, desecha por los dientes del tiempo, que me recibieron en la entrada. Entonces descubrí con extrañeza, y luego comprendí con terror por qué el pasillo me parecía interminable: hacía largo, largo rato, casi al comienzo de mis cavilaciones, que el rastro de helechos moribundos había desaparecido; incluso, las puertas sucesivas que me habían acompañado, algunas con correspondencia viejísima y húmeda, cosechando telarañas y bloqueando las rendijas de las puertas. El pasillo continuaba y continuaba hacia una oscuridad más profunda, más estrecha. El techo incluso se había vuelto más bajo y casi lo sentía en la mollera. A lo lejos, como empotrada en una cueva retorcida en espiral, brillaba una luz de apariencia artificial. De alguna forma, mi amigo me daba la bienvenida, retrayéndose en su agujero; consiguidiendo que la mugre y la locura obstruyeran el acceso a su infierno personal, y con ello también la salida. La distancia se incrementaba, proyectando su encierro al interior de un universo que yo ya no comprendía y no estaba seguro de querer conocer. Todo era un maldito disparate. Quise volver, pero tuve miedo de mirar a mis espaldas y no encontrar el mismo camino el en que había llegado.
Sólo me quedaba continuar, aferrándome a lo que yo creía que quedaba de mi sentido común.

                                                                                                      .... continuará.

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